CAPITULO IV
DE
LA RETRANCA
Y
esa realidad no está escrita en los libros, ni te entra como temario de la
oposición; como mucho, podrás saber si estás en un entorno rural o urbano; el
nivel de la renta de las familias con
las que vas a trabajar y cosas así… pero el verdadero conocimiento se trasmite
a través de las experiencias y, en mi caso, dos fueron claves para llegar a
captar un concepto sin el cual la intervención social en Lugo te puede
conducir, cuanto menos, a situaciones incómodas. Hablo de la Retranca.
Era
el año 2006. Carmen, que entonces era mi novia, había aprobado las oposiciones
en Galicia. Yo tan sólo tenía un trabajo temporal, por lo que no me costó mucho
hacerme el macuto e irme a vivir con ella.
Ahí
estaba yo, recién bajado del autobús. Carmen vino a recogerme a la estación. Es
cierto que ya había estado antes en Lugo, pues durante el “cortejo” realizamos
con su familia varios viajes a la región. Pero bajar del autobús y saber que,
de forma indefinida, esa sería mi nueva ciudad, me produjo una sensación particular
que me obligó a fijarme bien en las formas de mi nuevo entorno.
Aún
siendo dos ciudades relativamente próximas y cercanas geográficamente, son
visiblemente distintas. Mientras Gijón es la típica ciudad costera del norte de
España, cuya vida se rige por el mar en todos los sentidos, Lugo es una ciudad
de interior, donde la vida gira alrededor de una enorme y preciosa muralla
romana que se conserva íntegramente. Entre sus muros bulle toda la vida de la
ciudad, con su mercado, la zona de vinos, los comercios, etc.. Todos esos
elementos se emplazan en un marco que, por momentos, recuerda a un escenario de
alguna novela ambientada en los años sesenta. Los comercios tradicionales como
cuchillerías o tiendas de derivados del esparto, así como un gran mercado donde
se venden quesos, huevos, verduras y demás productos agrícolas, delatan la gran
importancia del entorno rural para la ciudad, de todas esas personas que viven
de la tierra y que se aproximan al núcleo urbano para vender sus mercancías.
Mientras
en las ciudades costeras algunos
comercios mantienen viejos carteles e intentan dar una imagen “rústica”, todo
ello no deja de ser un reclamo para el turista “madrileño” que puede llevarse
de recuerdo cosas tan variopintas como
un pretendido alambique o una escoba de las de cerdas de paja. En Lugo no existen
estas trampas estéticas. No es que lo retro esté de moda, aquí sigue utilizándose.
La gente compra el pimentón para las matanzas, las cestas de mimbre, las
cafeteras o linternas de petaca con la
verdadera intención de darles utilidad.
Aunque
estas tiendas de sacos y cuerdas, productos para la matanza, cuchillerías,
sombrererías o paragüerías conviven con actualizadas tiendas de ropa, zapatos y
todo tipo de cadenas de alimentos, su mera presencia denota una personalidad
propia de la ciudad, a la que, indudablemente, le confiere autenticidad y marca
su diferencia con el resto.
Pues
bien, ahí estaba yo, en Lugo. Hasta ese
momento mi contacto con los lucenses había sido puntual y siempre acompañado
por personas que mediaban y me presentaban en sociedad. Pero una vez sólo en la
ciudad, dispuesto a vivir por mi cuenta y labrar mis amistades diferenciadas de
las de Carmen, era el momento de empezar a relacionarme en solitario con los
lucenses.
El
lucense tiene una forma curiosa de expresarse. Su acento es difícil de
describir por escrito, sin la posibilidad de transmitir la entonación. Pero un
buen ejercicio de comprensión sería el siguiente: Pediría al lector que pensase
en algo triste, agudizase la voz, y dijese: “Bueeeno” alargando ligeramente la
“e”. Con esa tristeza en la entonación quedaría un “bueeeno” reflexivo y
abierto. Ahora ya tienes el “bueeeno”. Sólo restaría decir, también muy
reflexivamente, pero ahora con menos
tristeza y más ritmo: “Pues eso depende”.
Esta
frase conforma, por sí misma, todo un elenco antropológico. Esta frase,
inconclusa, refleja en sí misma la forma más aguda de ironía que una persona pueda experimentar. Hasta que uno no comprende las mil y una
formas que tienen de utilizar el “bueeeno… eso depende”, no puede relajarse
ante la mera presencia de un grupo
de lucenses o corre el riesgo de acabar
siendo objeto de mofa y pitorreo sin ni siquiera sospecharlo. Y digo grupo
porque una sola persona nunca utilizará esta fórmula si no está acompañada de
otra que comprenda al mismo nivel su “bueeeeno… eso depende”. Y, sin duda, es el “no iniciado” su objetivo
favorito de mofa en ese noble arte de la ironía, a la que los propios lucenses
han puesto un nombre: “Retranca”.
Conocer
esta fórmula te prepara y te anticipa a lo que está por venir. Se podría
comparar con el ejercicio de acariciar un gato. Si conoces bien su lenguaje corporal
y ves que levanta el lomo, enseguida te pondrás en guardia en prevención del
posible ataque.
Si
vienes a Lugo, desconfía del “bueeeno… eso depende”. Es un conjuro que advierte
a los demás que se ha iniciado la “Retranca”. Es como un pistoletazo de salida
que abre la veda de la caza del iluso, donde el mérito consiste en seguir la
conversación a base de respuestas surrealistas y preguntas ambiguas y en el que
gana el que no esboce la menor sonrisa, porque ¡ojo!, es un ritual serio, nadie
se ríe, y concluye con un gesto seco
donde todos, en silencio, abandonan el escenario y dejan a la víctima
boquiabierta y humillada.
*****
Era
mi primera visita a la zona rural. Mi primer caso de campo. Hasta ese momento
todo mi trabajo había sido en algunas de las principales ciudades gallegas, La
Coruña y Lugo, en las que, en general, las formas y relaciones humanas que se
dan dentro de ellas se parecen bastante a lo común. Pero, en cambio, ahora me
hallaba en la zona rural y es precisamente en el campo, en los pueblos, donde
realmente emergen esas pautas antropológicas que, pese a haber estado viviendo
ya desde hacía seis años en Galicia, me pillaron desprevenido. El gato levantó
el lomo y yo no supe verlo.
No
existe mapa ni GPS donde aparezcan todos los pueblos y casas de la montaña. Fue
Borja quien me acompañó hasta la casa. Quedamos en el Chaplin, el bar del
pueblo que, curiosamente, no está situado en el pueblo, sino en mitad de un
monte de pinos a la entrada del mismo. El Chaplin es un lugar digno de
dedicarle al menos unas líneas, pues creo que pocos lugares guardan tanto
encanto. Pese a su cosmopolita nombre, de moderno sólo tiene eso: el nombre. Ni
siquiera una figura del actor adorna la entrada, ni hay en él artículo alguno
que evoque el cine del ilustre personaje que le da nombre, ni de ningún otro.
Es un bar de verdad, donde desde bien temprano se sirve orujo y panceta frita a
todos los parroquianos que recargan las baterías antes de enfrentarse a las
heladas y la humedad de la montaña. A las seis de la mañana abre sus puertas y
lo primero que te encuentras al entrar es una preciosa chimenea de leña que
llena de calor y humo el lugar. Todo el mobiliario es de madera, labrada con
maestría por el abuelo fundador del negocio, y sólo un sillón orejero, acomodado
al lado de la chimenea, ofrece algo de comodidad a los culos que no estamos
acostumbrados a las duras sillas de madera. Era navidad y el bar se engalanó
con algunos pequeños detalles coloristas, dando a la escena un aspecto de lo
más festivo.
Mientras
esperaba que llegase Borja, que me haría de guía hasta el domicilio, empecé el
día con el ritual del café y el periódico, rechazando, por prudencia, las gotas
de orujo que La Rapaza, que es como llaman los parroquianos a la dueña del
Chaplin, vertía insistentemente entre todas las tazas que se le ponían a tiro.
Algo
fantástico de la prensa local, es la posibilidad de amenizar la lectura, no
sólo con los chistes de actualidad, sino
también con titulares “simpáticos” que, como pequeños tesoros, se
esconden camuflados entre noticias más aburridas y que siempre sirven para
levantar el ánimo y poder conversar, sin miedo a la controversia política ó
religiosa, con los parroquianos. Ese día encontré mi pequeño tesoro en la
sección “Gente”, en donde se relataba cómo un hombre agredió con un
huevo de avestruz a su mujer por culpa de un cerdo que ésta tenía domesticado,
aunque no mucho, por lo que se podía leer en la noticia, pues pese a los
intentos de amansar al gorrino, éste tendía a destrozar no sólo las propiedades
del agresor, sino también las de su vecino.
Paco,
poeta e intelectual del pueblo, ataviado con su sombrero de ala y elegante
levita gris, realizó una afirmación categórica: –Los marranos no pueden
domesticarse, son malos bichos, esa costumbre de tenerlos como si fuesen perros
va a traer más de un disgusto.
El
Corto Mariano era el antagonista de Paco en todos los sentidos. Desgarbado,
alcoholizado y sin ningún tipo de sensibilidad artística o cultural, pero,
curiosamente, disfrutaban de su mutua compañía pues, pese a sus diferencias
creativas e intelectuales, ambos tenían en común su afición por el buen beber y
mucho tiempo libre, ya que ninguno de los dos detentaba oficio conocido.
–No,
Paco, no… son muy listos, lo vi en la tele. Ahora están de moda y en la ciudad
la gente los tiene como si fuesen perros. Dicen que son mejores porque son más
listos y además muy cariñosos– dijo
Mariano con su tono bobalicón.
–¡Que
carallo va a ser cariñoso un cerdo!– afirmó Paco el Poeta –¿Tú nunca has visto
un cerdo o qué?. Sólo con que vean un poco
de sangre se vuelven locos. Son animales peligrosos, medio salvajes. Si fuesen
tan listos andarían sueltos por el pueblo.
Aún
sin conocer bien a los tertulianos, me atreví a interrumpir. –Lo que pasa es que
aquí los tenemos encerrados en una pocilga oscura de la que sólo salen el día
de la matanza, y estarán medio locos, pero yo también tengo oído que los cerdos
son animales muy inteligentes.
–¡Tonterías!– afirmó Paco el Poeta –eso sólo son
excentricidades de la gente de la ciudad que no les vale con tener un perro,
quieren destacar.
La
discusión se zanjó con la entrada de Borja en el bar. Si Paco y Mariano no
tienen oficio conocido, salvo sostener la barra del Chaplin, Borja es todo lo
contrario. Personaje inquieto y trabajador vive por y para la montaña,
desarrollando mil y un trabajos relacionados con la misma. Es operario del Ayuntamiento
y con su 4x4 se dedica a arreglar todas esas chapuzas que siempre surgen en un
pueblo. Tiene una granja familiar y además regenta una tienda de artículos de
caza y pesca en la capital. Por si esto fuera poco, y como le sobra tiempo,
hace de guía para todas las personas que tenemos que encontrar una casa perdida
en mitad de la nada.
Su
saludo fue enérgico. Sus manos, grandes y callosas, acostumbradas al duro
trabajo del campo, apretaron con nervio mis endebles manos de estudiante. –¿Eres Alejandro?– preguntó con su rostro
juvenil pero curtido por la vida al aire libre.
–El
mismo– dije asombrado por su tamaño. Con su más de metro ochenta, afrontaba el
frío ataviado únicamente con una camisa a cuadros que, para colmo, llevaba
arremangada, dejando ver unos fornidos brazos que colgaban de una enorme
espalda tan ancha como el coche que conducía.
–Tengo
prisa que luego tengo que podar unos árboles. ¿Vamos?.
Seguí a su todo terreno con mi destartalado
Ford Fiesta por los caminos y lindes que recorrían el paisaje de robles y
castaños hasta el domicilio. Como bien dije antes, era navidad, uno de esos
horribles días laborables entre el 25 de diciembre y año nuevo.
A
lo lejos, el pico Mustallar se mostraba nevado y, aunque el frío había
arreciado toda la semana, ese día llovía copiosamente, por lo que no había
helado esa mañana y los caminos estaban relativamente despejados.
Florencia,
se llamaba la usuaria. Era una persona dependiente de grado 3, nivel dos, es
decir, con el máximo grado reconocido. El objetivo de la visita era el de
informar sobre la cantidad de horas de atención que se le habían reconocido y
planificar el horario y las tareas que realizaría la auxiliar en la casa. En
principio algo protocolario y sin ningún tipo de complejidad.
No
había podido avisar a la familia de mi visita, puesto que el teléfono de
contacto parecía ser erróneo, pero
decidí presentarme de igual modo, sin avisar, pues en el campo siempre suele
haber alguien con el que poder hablar y es difícil importunar. Además les iba a
llevar una buena noticia. La casa estaba localizada dentro de un pequeño pueblo
típico de Galicia, con sus hórreos, sus casas de campo, caminos estrechos,
muchos prados y sobre todo vacas y gallinas pululando por doquier. Borja me
indicó la casa y se despidió de mí para volver a sus tareas y sólo, me adentré
en la vivienda.
Serían
siete u ocho personas las que se apelotonaban en la cocina de leña, tomando
café con una botella de orujo sobre la mesa. La conversación cesó según aparecí
por la puerta y todos miraron con interés mi ordenador portátil y mi carpeta
negra donde acompaño la documentación de los casos.
El
aroma era acogedor, una escena navideña, de una familia numerosa acompañándose,
al calor de una cocina de leña, con
orujo y mucho café. Por no faltar, no faltaba ni el belén familiar que con
cariño había sido colocado en la entrada.
–Buenas,
soy Alejandro, el trabajador social y
venía a ver a Florencia.
–Aaaaaaa–
respondió un señor pequeño, calvo y que sin duda era el portavoz del grupo. –Pasa
pasa, ¿Quieres un café?
–No
gracias, ya vengo desayunado.
–¿Bueno,
e ti de quen ves sendo?[1]
Esta
pregunta al igual que el “bueeno… eso depende” es una llave y ha de entenderse
de forma literal. Un no introducido a la cultura de la montaña” volvería a
repetir el “soy el nuevo trabajador social” o “soy el que lleva la ayuda a
domicilio del Ayuntamiento…” pero no te están preguntando eso, literalmente te
están preguntado: “E ti de quen ves sendo”, y la respuesta ha de ser adecuada:
da igual que digas que eres médico, ingeniero o astronauta, lo importante es
conocer tu árbol genealógico.
–Tengo
algo de familia por el pueblo, “Da Casa dos Veigas”. Me casé con una de sus
nietas, Carmen… que la madre se fue a vivir a Asturias y ahora volvió la hija.
–Aaaaaa…–
respondieron todos. Seguramente no sepan ni quien es “la que se fue a vivir a Asturias”, pero la
consecución de hechos lógicos da a entender a los presentes que estás diciendo
la verdad. Es como una especie de sexto sentido que la gente de lo rural ha
desarrollado para reconocer a los de su manada.
El
silencio y las miradas posadas en mi persona se hicieron inquietantemente incómodas.
Así que, tratando de solventar la
situación, corregí su invitación. –Café
no me apetece, pero un vaso de agua lo tomaba encantado.
–Sí
hombre, ¡cómo no!– fue la respuesta del portavoz pequeño y calvo. –María, pon
un vaso de agua– ordenó a una de las mujeres que pululaban por la sala sin
compartir la mesa con los hombres.
Muchos
fumaban y el humo de los cigarros, unido al del abundante café y la cocina de
leña, impregnaba el ambiente de una calidez embriagadora. Sin embargo todas las
miradas seguían fijas en mí, mientras apuraba el vaso de agua.
Una
vez terminado y con el propósito de
romper el hielo, acomodé la carpeta negra donde siempre llevo todo el papeleo.
Saqué el expediente y tras revisarlo, pregunté directamente por la persona que
aparecía como “principal cuidador” y que, a su vez, había firmado toda la
documentación cuando se solicitó la prestación.
–No
quiero molestar, que veo que estáis en familia. Sólo venía para hablar con
Fermín. No es nada grave, se trata de Florencia que le han concedido las horas
de la ley de dependencia.
Las
espaldas se irguieron incómodas, mientras que el pequeño hombre calvo, frotó
las manos enérgicamente… –Bueeeno depende, si no te importa esperar un
pouquiño… Ahora está ocupado, pero si puedes esperar diez minutos ya le llamo
para que se acerque.
–No
hombre no– respondí ya recogiendo las cosas –si eso vengo en otro momento, que
no quiero molestar.
–¡Qué
vas molestar!– respondió un segundo
hombretón que apuraba un ducados, azuzando la ceniza por el pequeño agujero de
la cocina de leña. –Tú espera, que Fermín no tarda nada en llegar. Ya le llamo
yo.– Y sin esperar respuesta se levantó para irse de la habitación a avisar a
Fermín.
No
tardó en volver con la noticia de que, efectivamente, en diez minutos se personaría
para atenderme. La noticia me resultó molesta, todos seguían en silencio
claramente incomodados por mi presencia. Así que buscando algo con lo que matar
ese incomodo tiempo se me ocurrió
preguntar:
–¿Alguno
de vosotros vive con Fermín y Florencia?.
–Yo–
respondió el hombre bajo y calvo, –vivo en la casa de al lado, pero soy
familia.
–Lo
digo por si, mientras tanto, pudiese ir viendo la casa. Se trata sólo de una
formalidad, para ver como la tenéis organizada, así ahorramos tiempo.
–¡Cómo
no!, espera que María te la enseña. María, ¿puedes enseñar la casa al rapaz?.
Y
ahí me fui con María a conocer la casa. Era una mujer mayor, que se mostraba
callada, extrañamente triste y melancólica. Casi parecía llorar por momentos. Se
limitaba a abrir puerta tras puerta y, sin explicaciones, me dejaba entrar a
ver lo que había. Yo me limité a anotar en la libreta lo que veía: Casa de
campo asociada a explotación ganadera con dos pisos de altura, planta baja
compuesta de una cocina, salón–comedor, despensa y una puerta de acceso a los
establos. Se observan diferentes barreras arquitectónicas. Anchura de la puerta
de entrada a la cocina insuficiente para una silla de ruedas. Cuatro peldaños
en el acceso a la vivienda. Planta superior: un baño, dos habitaciones, el baño
no cuenta con adaptaciones y las escaleras de transición entre plantas
dificultan el acceso de una persona con movilidad reducida.
–Ésta
es la habitación de Florencia. Ahora la está aseando Fermín. Si eso, cuando
salga, que te la enseñe él.
–Por
supuesto– añadí sin darle importancia. Ni ganas de ver como limpiaban los bajos
de la señora.
Quise
darle algo de conversación. –Bueno, el baño no tiene ninguna adaptación, sería
necesario poner una de esas sillas que
les permitan sacar y meter a Florencia de la bañera con comodidad y, además,
esos escalones en la entrada son un peligro,
si la queréis sacar de la casa necesitaríais una rampa.
–Buueeeno,
la verdad que sí, que va a ser difícil sacarla y meterla en la bañera, pero no
sé qué necesidad hay de bañarla. Creo que Fermín con la esponja ya se las
apaña.
–No
mujer, la esponja vale para lo que vale. Una friega en profundidad siempre es
necesaria.
La
mujer me devolvió su mirada triste y melancólica. Algo quiso decirme, pero al
final se calló.
De
vuelta a la sala de estar con todos los comensales y esperando que terminase
Fermín de asear a la usuaria, recurrí a
las típicas frases de cortesía: Es una
casa muy bonita, ¿cuántas vacas hay?,
¿cuántos terneros este año?, mi abuelo también tenía vacas…etc. Y todos me
siguieron la conversación sobre las vacas “roxas” y los terneros que este año,
afortunadamente, habían muerto pocos.
Hasta
que bajó Fermín. Me presenté levantándome y dándole un apretón de manos.
Compartía el mismo rostro que el de la mujer que me había acompañado a ver la
vivienda, triste, melancólico…. amargado.
–¿Podemos
hablar, Fermín?.
–Claro,
claro– respondió, y juntos nos fuimos hasta el comedor, alejados del resto.
–Nada
Fermín, lo que supongo ya te habrán comentado. Te han concedido setenta horas
de ayuda a domicilio. Sólo vengo a que me firmes los papeles y ya empezamos
cuanto antes. Como le comentaba a María, tenemos que hacer algo con ese baño y
con esas escaleras y bueno, me gustaría ver a Florencia para saludarla, ver
cómo está la habitación y esas cosas, simple rutina…
Fermín
me miró sorprendido, – ¿Alejandro, te llamabas?.
–Sí–
respondí mientras seguía rebuscando y ordenando papeles para firmar.
–Pues
verás Alejandro, es que Florencia murió anoche, pero tú si quieres ver la habitación
puedes verla. Ahora, firmarte, no voy a firmarte nada.
Cerré
la carpeta de un manotazo, levanté los brazos, intenté decir algo, pero fue
Fermín quien se anticipó. – No te preocupes, ya estaba muy mayor y era lo mejor
que podía pasar, pero tómate un café hombre, no te vayas con tan mal cuerpo.
–Claaaro…–
se justificó el hombrecillo calvo cuando acepté el café y un golpe de orujo
para recuperarme de la conmoción. – Nosotros te veíamos ahí tan profesional y
con tantas ganas de ver a Florencia y a Fermín… que bueno… no quisimos quitarte
la ilusión. Eso que lo hiciera Fermín. ¿Verdad Fermín?.
Las
sonrisas soslayadas se intercambiaron entre los comensales que aún pese a la situación habían encontrado una víctima para
su “Retranca”. –Bueno, señores–dije intentando mantener la dignidad, –gracias
por el café, siento lo sucedido, y bueno, Fermín mejor me voy.
Volví
a coincidir con Borja en el Chaplin y tras comentarle mi experiencia, se limitó
a remover su café con orujo, reflexivo. –Tienes mucho que aprender pequeño bebe
sidras– afirmó tajante en alusión a mi origen asturiano. El resto de los
parroquianos, asintieron con la cabeza. –Estás en la montaña. Aquí las cosas
funcionan de otra manera, si no sabes distinguir un velatorio de una fiesta de
Navidad… pues mejor te vuelves a tu despacho de la capital.
Su
comentario no me pareció hostil, todo lo contrario, me pareció una invitación a
reflexionar sobre mis limitaciones para comprender el nuevo contexto en el que
me movía.
Aún
sentado en el mismo bar que los parroquianos, me sentí horriblemente sólo.
Ellos eran tan parte del pueblo como los mismos prados, mientras que yo era un
recién llegado que, efectivamente, no sabía diferenciar un velatorio de un
encuentro familiar.