La auxiliar me lo había confirmado; no podría llegar al
domicilio hasta las cinco y media. Sin ganas de perder otra hora en un bar leyendo
el periódico por enésima vez me adelanté con la intención de ir preparando el
papeleo necesario para empezar el servicio.
Lo que los expertos denominarían “paisajismo” estaba excepcionalmente
cuidado. Una prolífica huerta daba paso a una serie de jardines con plantas,
propias y foráneas, que tupían de frescas fragancias el ambiente. La fachada se
perfilaba de motivos florares que nada desdecían a la multitud de carretillas,
lecheras y otros enseres reciclados como macetas.
No es extraño que se nos reciba con cierta desconfianza. Que
un hombre corpulento y barbudo llame a la puerta de una casa aislada suele
generar el recelo de su inquilina, pero en este caso, María abrió la puerta sin
mostrar el más mínimo temor. -¿Y tu quien eres?- Preguntó por la directa ataviada
con una fina bata de tacto brillante que dejaba entrever lo suficiente como
para generar cierta incomodidad.
-Hola María, soy Alejandro, el trabajador social. Ya hemos
hablado por teléfono, vengo para empezar la ayuda a domicilio que tiene
reconocida.
María cambió su semblante serio, incluso desafiante, por una
alegre sonrisa. –Ya tenía ganas de empezar, pasa, pasa, como en tu casa-.
Con tan alegre invitación me metí directamente en la cocina.
–Siéntate, siéntate, que me preparo. –Dijo antes de desaparecer ayudada de su
bastón por el pasillo. Yo me limité a
ordenar el papeleo para luego observar el reluciente día por la ventana. Era
agosto, los meses estivales resultaron ser especialmente secos y calurosos. Salvo
las parcelas cultivadas, el resto del paisaje se mostraba marchito por la falta
de humedad.
Fue María quien me sacó de mis profundas reflexiones sobre
la climatología. –¡Ya estoy, puedes venir!-, oí gritar desde el pasillo.
Desconcertado, aguardé unos segundos en silencio hasta que
la frase se repitió. –Ya estoy-.
Un mal palpito me recorrió la espalda… -¿Ya estás qué?-. Pregunté
a gritos.
-Tu ven que ya estoy-. Volvió a insistir apremiándome.
Con cierto temor abandoné la seguridad de mis papeles y me
dispuse a seguir la voz a lo largo del pasillo. Finalmente pude localizar el
origen tras una puerta, que permanecía cerrada. -María, ¿va todo bien? ¿no será
mejor que salgas tu?-, pregunté arrimándome a la puerta para hacerme oír con
claridad.
-No puedo. Tú entra que yo ya estoy-. Fue su cercenante
respuesta.
No sin cierto temor abrí la puerta. Era el cuarto de baño. María se había desnudado y descansaba en una
de esas sillas que se utiliza para meter a las personas en la bañera,
completamente desnuda. –Con esta calor tenía unas ganas de un baño… y unas friegas
de romero…-, me espetó dejando entrever una sonrisa picarona.
Tras el bochorno y las explicaciones oportunas con la mirada
clavada en el suelo, pude regresar a la cocina. María, lejos de mostrarse incómoda,
se sentó con completa naturalidad, ahora sí, adecuadamente vestida y no dudó en
mostrarme su malestar. -No veas lo ilusionada que estaba al pensar que me
habían enviado a todo un muchachote como tú para ayudarme. Que no te parezca mal,
pero en mi situación, que te me den unas friegas es lo mas erótico que me puedo
imaginar-.
Solo estuve cuatro meses más en ese ayuntamiento, pues me
destinaron a otro, pero en las dos visitas que pude hacerle a mayores fui
recuperando pequeños fragmentos de una historia cargada de anécdotas que por
desgracia ahora se ha perdido para siempre.
Hija de republicanos exiliados en Argentina, estudió lo que sería en aquella época el
equivalente a magisterio. Durante los sesenta participó activamente en los
movimientos hippies llegando incluso a visitar San Francisco. En ese viaje se enamoró de un revolucionario que ya en los
setenta la convenció para estudiar una segunda carrera en Cuba, donde según palabras textuales “disfrutó lo
que no está escrito”, aunque finalmente se desencantó con el ideario
revolucionario y volvió a Argentina, de donde acabó huyendo a finales de los setenta
por el golpe de Videla. Pero con buen tiento supo anticiparse a la transición
Española y se fue a vivir a Madrid, donde
ya, con cierta edad, trabajó de profesora mientras disfrutaba de la “movida
madrileña”. Entre tanto, una tía suya murió en Galicia, de la cual heredó la
casa, y al jubilarse decidió restaurarla y venirse a vivir aquí. Sintiéndose
desocupada, tuvo tiempo de aprender
gallego e intentó recordar las lecciones
de guitarra, pero sus manos, ya reumáticas, se negaron en redondo, por lo que
el instrumento solo cumplía una función decorativa en la pared.
Sorprendía la naturalidad con la que afirmaba que nunca tuvo
hijos porque es algo muy incompatible
con los amantes, a los que nunca ha renunciado, y siempre quiso tener la
libertad de viajar y vivir sin tener que rendirle cuentas a nadie.
En la última visita sacó una caja metálica repleta de fotos
ordenadas cronológicamente que daban veracidad a su historia. Ella cogió una
con cariño y me la enseñó. -¿Vistes que guapa era?-. Efectivamente, sorprendía
no solo la belleza de la protagonista, sino la estética de la foto, pues lejos
de ser el típico posado de la época, esta foto rompía el formato mostrando a
una joven en posición dinámica, haciendo bailar una larga melena negra colmada
de margaritas mientras en su gesto se plasmaba una alegría de indudable origen “ácido”.
La foto me maravilló.
Pensé que algunas personas son tan protagonistas de su momento que
parece que nunca fuesen a envejecer, pero el tiempo pasa. Los rockeros dejan el
tabaco, las musas de programas infantiles se desnudan en la MTV y las preciosas hippies de pechos decorados
ahora fantasean con friegas de romero.
Mis reflexiones fueron interrumpidas cuando noté que sentada
estratégicamente a mi lado me había agarrado de un brazo e intentaba con su
mano libre rodearme la espalda en un acercamiento físico demasiado evidente.
-María, para-. Le dije intentando aparentar la máxima
seriedad.
-Bueno, tenía que intentarlo-. Dijo al tiempo que, con naturalidad, se levantaba para a
continuación servirse otro té. Luego se
volvió a sentar. –Ya que es tu última visita no quería dejar pasar la
oportunidad-. Me dijo dedicándome una enorme sonrisa-.
Entre intentona e intentona reflexionaba lúcidamente sobre
el mundo actual. Frente al pensamiento imperante, ella envidiaba a la actual
generación. Hablaba de los Erasmus, del Interrail,
del 15 M, de los yayo-flautas, de stop desahucios, con un conocimiento que
asombraba, -¡Quien me diese hoy los veinte años!-. Me exclamó en una ocasión.
-Bueno, María, los sesenta no estuvieron mal-, le respondí
yo.
-Sí, lo pasamos bien-, me respondió ella.
Finalmente nos despedimos sin mucho protocolo. Le informé
que otra trabajadora social se pasaría por la zona, pero que la auxiliar seguiría
siendo la misma y que todo iría bien. Por el espejo retrovisor pude ver como,
cubierta por una pamela, esta entrañable ancianita se disponía a cuidar sus
flores.
Hace unas semanas me
he enterado de que una vecina encontró su cuerpo al despuntar el alba. Como no
podía ser de otra forma se despidió de este mundo tumbada sobre su jardín de
flores.
Hoy no he podido evitar desviarme de mi ruta y me he
acercado hasta su casa. Sin sus cuidados todo esta mustio y marchito, pero su
jardín brilla de vida. Brindo ahora ante las flores por ella, la aplaudo por
intentar llevarme al huerto de las friegas de romero. Bravo, María, por no
ceder a los tabús, por reivindicarte mujer, mayor y sexuada, por intentar
conseguir lo que querías utilizando tus tretas de persona experimentada. Te
pondré con cariño en mi lista de pecados no cometidos y cuando yo sea hombre, mayor
y sexuado, diré a mis hijos que en los locos años del primer decenio, una
preciosa hippie con la melena llena de margaritas se desnudó cariñosa ofreciéndome
su cuerpo para que le hiciese un masaje con aceite de romero.
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