Enelimaginario

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lunes, 13 de noviembre de 2017

CAPÍTULO XIV DE VÍCTIMAS, FLORES Y FALLOS HEPÁTICOS

CAPÍTULO XIV
DE VÍCTIMAS, FLORES Y FALLOS HEPÁTICOS

Cautivo por aquella horda zombie adicta al tute, no me quedó más remedio que ver pasar las horas en el salón, completando mesas impares y mediando entre disputas de brisca, cuando a media tarde oí por la radio que se presentaba un nuevo cartel de la Xunta contra la violencia sexista.
“Lo más grande de Galicia no se maltrata” rezaba ese año el cartel. La oposición la acusaba de infantilizar y cosificar a la mujer. Sin duda se hablaría mucho de él por las redes.


Miré entonces a Noemí, una entrañable anciana que jugaba a la brisca y me acordé de lo ocurrido con otro cartel unos años atrás.
No soy ningún experto en el tema, ni mucho menos, pero aquella cartelería llamaba mucho la atención. 
El primero estaba destinado a la promoción de la igualdad y representaba a un grupo de mujeres que sostenían un dintel mientras desarrollaban distintas profesiones. “Todas son Pilar” se titulaba. Haciendo un juego de palabras entre el nombre propio y el elemento arquitectónico.
El segundo cartel era el destinado a la prevención de la violencia de genero. Y seguía esa misma línea, de buscar el doble sentido a las palabras. En él se veía un mosaico de flores y en grande se podía leer:
“Rosa, Hortensia, Margarita... No son flores, son víctimas”.
No pude evitar cierta confusión profesional. Existe un fenómeno llamado “cosificación”, por el cual, se trata a las personas como si fuesen “cosas”. Y en este caso no me quedaba claro si los pilares y las flores se usaban como metáforas o estábamos enviando mensajes cosificando a las mujeres. Pero como nunca me atrevería a contradecir al sesudo equipo de profesionales expertos en igualdad y comunicación que habían diseñado esa campaña, sencillamente los colgué.  


Fue a la tercera semana de estar expuestos, en una de las multitudinarias partidas a las cartas, cuando Noemí empezó a tambalearse frente a la baraja.
-Serán todo lo buenas que quieras, pero desde que las tomo, me siento fatal. Me dijo con los ojos vidriosos.
A Noemí siempre le duele algo y cosa que escucha, cosa que padece. Al principio la creía y con ello conseguía que me la llevase un rato al despacho en donde me lloraba y se lamentaba de lo la multitud de problemas de salud que padecía. Hasta que un día me aseguró que el médico le había diagnosticado aluminosis.
-Ya ves Alejandro, tantos años entre pucheros de aluminio tenía que pasar lo inevitable… ¡TENGO ALUMINOSIS!. Me dijo entre llantos y sonándose violentamente la nariz.
Para quien no lo sepa la aluminosis es una degradación del hormigón. Los puentes y edificios son los que padecen aluminosis.

     (Efectos de la aluminosis)

Así, que con tales antecedentes, unido a que justo en ese momento estaba intentado colar un órdago a la grande a mis contrincantes, sencillamente la ignoré con una sonrisa.
Creo que fue cuando llegamos a “pares” cuando Noemí volvió a insistir.
-¡¡Ay Alejandro!!, que me encuentro realmente mal, yo esto no puedo seguir tomándolo. Dijo apartando un termo que tenía sobre la mesa.
- ¿Qué es lo que estas tomando? Pregunté cediendo a lo que pensaba era una llamada de atención.
-La infusión de vitaminas Alejandro, además sabe fatal.
- ¿Y eso quien te lo recomendó? Pregunté intentado a la par lanzar la seña de bonita.
-Tu.
-Yo no te recomendé tomar ninguna infusión de vitaminas. Le dije mientras mostraba mis cartas. Aunque nadie había aceptado mi órdago a la grande si aceptaron un envite, así que esa mano era mía.
En ese momento Noemí se levantó tambaleando, señaló el cartel de “Rosa, Hortensia, Margarita, no son flores, son víctimas” y se desplomó en el suelo.
Permaneció consciente todo el tiempo, pero en un extraño estado letárgico que le impedía hacer otra cosa que respirar. La ambulancia la llevó rápidamente al hospital y yo, sintiéndome de alguna forma culpable, me ofrecí a acompañarla hasta que llegase su familia. 
Fue una espera larga. Vivían en Vigo, a más de dos horas de Lugo. Y dado que yo no tenía parentesco con ella, nadie me facilitaba información, así que rápidamente mi mente empezó a imaginarse el peor escenario posible. 
Todo empeoró cuando dos policías se presentaron en la sala de espera, me pidieron los datos y me solicitaron que no me moviese de ahí. En ese momento ya tenía la certeza de que algo terrible estaba a punto de suceder.
Tras más de dos horas de espera se presentaron en el hospital una hermana, un hermano, sus tres hijos y cinco nietos. No tuve ni tiempo de hablar con ellos, uno de los policías los acompañó mientras el otro se quedó sospechosamente a mí lado.
Finalmente, el policía que había acompañado a la familia, solicitó que le acompañase.
Al entrar a esa habitación me encontré las caras más largas y amenazantes que jamás hubiera visto en mi vida.
-Señora. Tenemos que preguntarle si este es el hombre que le recomendó ingerir hortensias. Le preguntó directamente el policía a Noemí ante mi asombro.  
Ella asintió tímidamente con la cabeza y la familia empezó a bufar y lanzarme hondonadas de miradas amenazantes.
-¿Es usted consciente que por su consejo Noemí ha sufrido un grave fallo hepático? Me preguntó el policía.
-¿Pero por qué iba a recomendar tomar hortensias a nadie?. Pregunté con cara de angustia al amenazante público.
Noemí tomó de nuevo la palabra
- Colgaste un cartel que dice: Rosa, Hortensia, Margarita. No son flores, son VITAMÍNAS. Añadió.
-¡VÍCTIMAS!. Exclamé. –Tengo un cartel contra los malos tratos que pone eso: Rosa, Hortensia y María no son flores son ¡VICTIMAS!. Exclame aliviado al verme libre de la acusación de intento de homicidio.
Todo el mundo estalló en carcajadas, todo el mundo menos Noemí que ofendida se cruzó de brazos y enfurruño el ceño.
-Bueno, es casi lo mismo. Me dijo malhumorada y herida en su ego.
No pude evitar acercarme a ella y acariciarle la mano.
-Si, Noemí, tienes razón, el cartel es muy confuso. Le dije en tono cariñoso.
Efectivamente mal interpretando el cartel, la pobre Noemí, se pasó tres semanas tomando asiduamente un combinado tóxico de margaritas, hortensias y otras flores, afortunadamente ninguna de ellas letal, aunque sí dañinas.
Reconozco que tras haberme visto durante unos segundos enfrentado a una acusación de intento de homicidio, le guardaba cierto rencor, pero todo había sido un malentendido y en el fondo yo también había aprendido una gran lección, casi tan grande como el susto.
Si tratas a las personas como objetos, o flores, no es extraño que la persona que lea el cartel piense que hablas de cosas o flores. Existe una delgada y tenue línea entre la metáfora y la cosificación. Yo reservaría la primera a los poemas para evitar confusiones. Pero como ya dije, no soy experto, así que me reservo opiniones más profundas para otros momentos.  
Por fortuna Noemí se recuperó completamente, y sigue quejándose de padecer cosas como el ébola y la viruela mientras juega a las cartas, espero que por muchos años.
CAPÍTULO XV
DE COMO SER TRABAJADOR SOCIAL VEINTICUATRO HORAS AL DÍA
Ya anochecía cuando la luz volvió, iluminó con tal intensidad la habitación que todos nos vimos deslumbrados. Hice público mi júbilo. Pero mis compañeros de cartas en cambio se vieron contrariados. Les gustaba esa sensación de “aislamiento tecnológico”, de volver a jugar a las cartas alumbrados por las velas improvisadas con patatas como hacían antaño.



jueves, 13 de julio de 2017

"MIS HIJAS ME DEVOLVIERON LA VIDA" Reseña literaria.




El próximo día 20 de Julio del 2017 entrevistaremos a Ines Lamela desde la Plataforma de Defensa del Trabajo social. Para ir abriendo boca a su obra y conocerla un poco más os dejo la presente reseña literaria. 

Los monstruos existen, y estos monstruos ya han segado la vida de 30 mujeres, en lo que llevamos de año, en el momento que escribo estas líneas.

Mucho hemos barruntado, escrito, bramado y gritado los y las profesionales sobre esta peste, que no sólo cercena vidas, también las mutila, empala, trunca y arruina, porque las víctimas no son sólo las muertas, quedan las que sobreviven o aún malviven con su monstruo, por no hablar de esos niños y niñas defenestrados, apuñalados o estrangulados. Son personajes acallados, silenciados, que cuentan sus historias con el rostro borrado y la voz distorsionada, y esto se nota cuando buscamos libros que hablan del tema. Una sencilla búsqueda en google nos indica algo alarmante; entre los primeros veinte resultados, ninguno es un libro escrito por la propia víctima. Siempre somos los y las profesionales los que nos lanzamos no sólo a barruntar soluciones y explicaciones, incluso somos los que contamos sus historias. Y mientras tanto, ellas siguen en silencio, observando lo que otros y otras dicen por ellas. Siguen leyendo fantasías y teorías mientras las auténticas historias permanecen calladas.

"Seguimos escribiendo fantasías y teorías mientras las auténticas historias permanecen calladas"

Pero Inés se ha levantado. Inés se ha quitado los pixeles de la vergüenza, el distorsionador de voces y se muestra  alta y orgullosa como lo que es, una superviviente que durante décadas convivió con su monstruo y consiguió sobrevivir a él.

Y no penséis que ese monstruo es un mindundi, uno de esos cocos infantiles al que se consigue engañar con alguna triquiñuela. Su monstruo es digno de las grandes novelas de terror, un ser que evoluciona con las páginas, que sabe adaptarse a su víctima, ganándose incluso su simpatía, y que, ante todo, no desfallece en sus objetivos, bien sea cambiar de coche, irse de fiesta o asesinar a su doncella, que no tiene cautiva, sino que prefiere reventarla trabajando, que todos sabemos que la elegancia es cara.

"Su monstruo es digno de las grandes novelas de terror"


Y eso es algo que sorprende del libro de Inés, que rompe con los estereotipos o ideas preconcebidas que pudiésemos poder tener. Como profesional me sentí tentado a ir realizando pronósticos desde las primeras páginas, a intentar anticipar lo que sucedería en el siguiente capítulo, y he de reconocer que fallé de forma sistemática, por no decir estrepitosa, quizás porque tengo graves sesgos, como el de conocer personalmente a la escritora, una mujer tan entera, grande y fuerte que quien quiera hablar de “perfiles”… primero tendría que hablar con ella. Si ella sufrió este terror significa que cualquiera puede sufrirlo.

Nos sorprende con un libro autobiográfico, escrito en primera persona y que transcurre con forma de diario. Nos habla de su infancia en un pueblo de Galicia, de su llegada a Lugo, y siempre con ese monstruo de fondo que, recuerda al lector, la intentó matar ni más ni menos que en tres ocasiones.
Y aquí se me ocurre un símil, el Diario de Ana Frank. Muestra un estilo sencillo, directo, de narrativa lineal, sin ambiciones literarias, capítulos añadidos o escenas decoradas, más un diario que una novela. Todo fluye sencillamente, sin sorprendentes giros o técnicas literarias, una obra en la que se nota de fondo el esfuerzo que le supuso redactar cada página, el dolor de dedos y el dolor del alma.  Es lo que es; sencillez, tesón y dolor.


"Desde el principio sentimos que estamos adentrándonos en esa casa oculta en una calle de Lugo"


Y que nadie interprete en las líneas anteriores una mala crítica, todo lo contrario, es un punto a favor. Gracias a ello consiguió un libro que llega, como sucede con el Diario de Ana Frank, porque desde la primera página percibimos su veracidad, su realismo. Desde el principio sentimos que estamos adentrándonos en ese zulo oculto en un ático de Amsterdam o, en este caso, en esa casa oculta en una calle de Lugo, lo que genera en torno a la lectura una extraña sensación de complicidad, de empatía, de cariño… de miles de emociones hacia su protagonista, y eso es algo reservado a las grandes novelas. Consigue, a través de esa sencillez, que conectemos automáticamente con ella y deseemos seguir evolucionando en su lucha contra el monstruo, con un aliciente añadido, ella consiguió matarlo, o al menos encarcelarlo. Y a todas las personas nos gustan los finales felices.Ese es otro detalle que me apasiona como profesional, el haber percibido oculta en esas páginas la bala de plata, la estaca en el corazón, el conjuro mágico capaz de acabar con la bestia.

"Entre sus páginas se se percibe la bala de plata, la estaca en el corazón, capaz de acabar con la bestia"

Leyendo su obra, fui más consciente que nunca de la necesidad de escuchar estos relatos, de conocer de primera mano cómo estas heroínas forjaron la bala de plata que las liberó de su cautiverio y tomar buena nota de sus lecciones. Buscando un símil cinematográfico me atrevería a afirmar que ellas son la teniente Ripley que han derrotado a Alien. No podemos cometer el mismo error que esos científicos prepotentes de la película. Escuchemos a las supervivientes, alcemos más alto su voz, porque ellas ya conocen la pócima secreta, dejemos que la divulguen.

Quedan puntos que abordaremos en la entrevista que le haremos desde la plataforma. Inés se ha guardado críticas que no expone en el libro, pero sí me ha trasladado personalmente; hacia el sistema judicial, hacia la policía, hacia el sistema de “vigilancia”, hacia los servicios sociales.

Espero impaciente sus bofetadas, pues creo que con ellas, y entre todos y todas, conseguiremos afilar mejor su espada, pues aún sigue luchando, porque su monstruo sale ahora de permiso.

Y este libro continúa como la Historia Interminable, escribiéndose infinitamente. Acontece una nueva entrega de esta película de terror, una tan dura que le ha arrebatado el habla por momentos e incluso tener que anular una de sus numerosas presentaciones, porque Inés ya es por estos llares todo un ejemplo aclamado y demandado, una ponente que no teoriza, sino que explica cómo consiguió derrotar al monstruo.

Os dejo con un vídeo para que podáis conocer un poquito mejor a Ines antes de la esperada visita. 




miércoles, 19 de abril de 2017

CONDENADO A SER TRABAJADOR SOCIAL




CAPÍTULO II

CONDENADO A SER TRABAJADOR SOCIAL
Al pedir el listado de todas las asignaturas que me faltaban para terminar la diplomatura que, pese a ser mi tercer año, eran muy numerosas, comprobé que tenía pendientes doce créditos de libre configuración, o lo que equivale a tres asignaturas cuatrimestrales. Si conseguía quitármelos de encima ese año, al menos en las formas, podría decir que había aprobado tres asignaturas cuatrimestrales, y así, quizás, mi padre dejaría de atosigarme con su ironía para que metiese ritmo a los estudios. Los créditos de libre configuración son una serie de horas que tienes que cubrir con asignaturas que pueden ser de cualquier carrera y que los alumnos aplicados suelen utilizar en hacer asignaturas relacionadas con su profesión pero, como ya dije, ese no era mi caso. Y ya con la presión de tener que estudiar las asignaturas que, año tras año, dejaba pendientes durante los exámenes de febrero y junio, lo último que me apetecía era acudir a esas asignaturas que, por lo general, resultaban tediosas y aburridas mientras, fuera, el verano discurría lleno de fiestas, calor y playa. La solución vino de parte de Carmen, la que era mi novia entonces, y ahora es mi mujer, que estudiaba Historia en Oviedo. Me informó que en su facultad existía un profesor que tenía una asignatura de exactamente doce créditos relativamente fácil de aprobar, pues a los alumnos de libre configuración les realizaba un examen oral sobre un libro que mandaba leer.  Sin dudarlo me matriculé en septiembre de esa asignatura, “Historia Antigua de la Península Ibérica”. Al poco de formalizar la matrícula me entrevisté con el profesor. Fue una entrevista rutinaria, donde me facilitó un libro con el mismo título que la asignatura. El profesor era un hombre tranquilo, escudado tras unas gafas de lectura que dejaba reposar sobre una prominente nariz franqueada con un enorme arco. Miraba desinteresado el listado de alumnos en búsqueda de mi nombre, mientras que con la mano derecha se masajeaba, por encima de una tupida barba ya más canosa que negra, el mentón. Su aspecto en conjunto resultaba altivo y digno, una de esas presencias con cierto aire ilustrado, de ojos cansados de leer y releer libros en polvorientas bibliotecas., Tras acabar de analizar su cara observé el despacho, una vieja radio negra alegraba el ambiente con “La Trucha” de Schubert. La estancia estaba bien iluminada, con vistas al resto del campus. Desde la ventana se veían los edificios de filosofía y la cafetería. Pese a ser el despacho de toda una eminencia catedrática, estaba decorado de forma muy austera, apenas una mesa, una silla y algunas estanterías repletas de archivos organizados por años, que seguramente contendrían expedientes, resultados de notas y cosas por el estilo, pero ningún libro a la vista salvo el que descansaba junto a los papeles que ojeaba en la mesa.
─Bien… aquí está usted… Don Alejandro, estudiante de TS…
Vaciló unos segundos, calculé que me preguntaría que era “TS”, pero, sin darle mayor importancia, empezaron las explicaciones.
─Bien… Se ha matriculado usted en “Historia antigua de la península Ibérica”… ¿Le interesa la historia?
─Mucho,  siempre quise incrementar mis conocimientos sobre nuestra historia y, en especial, sobre la antigüedad─  respondí con cierto tono pedante.
─Bien, bien─  dijo sin dar mucha credibilidad a mis adulaciones sobre la asignatura─. Tiene que leerse este libro. El diecinueve de junio, a las cinco de la tarde, tendrá usted el examen en este mismo despacho. Será oral y constará de cinco preguntas. Preste especial interés a las aportaciones de los romanos y los otros pueblos invasores. ¿Alguna pregunta?
 ─Pues no─  respondí satisfecho con la simplicidad del proceso.
Ningún trabajo y un libro bastante pequeño, resultaba algo muy asumible y más en comparación con los largos y tediosos temarios sobre derecho, servicios sociales o historia del trabajo social a los que nos tenían acostumbrados en la carrera.
Pero, para qué negarlo… si el buen estudiante siempre se esfuerza aun cuando sabe que al resto le van a regalar el aprobado, el mal estudiante no se esforzará por muchas facilidades que le des. Así que llegó el diecinueve de Junio y yo no había leído el libro. Me podría escudar argumentando que entre estudiar mis asignaturas y el trabajo que tenía dirigiendo un proyecto social no había tenido tiempo, pero la realidad es que se me había olvidado apuntarlo en la agenda, que nunca uso, y sólo lo recordé cuando mi madre me preguntó por esa nota pegada desde septiembre en la nevera.
Aun así, no me dejé amedrentar por tan nimio detalle y decidí presentarme igualmente. Tengo bastante labia y cultura general, y pensé que, quizás, una mezcla de ambas sirviesen, al menos, para conseguir un cinco en un examen oral. En la sala de espera cinco alumnos nos apelotonábamos. Antes que yo, dos chicas de la carrera de filosofía y otro alumno de la carrera de humanidades entraron y salieron a los pocos minutos con los veredictos: dos suspensos y un aprobado.  Desanimado, pues objetivamente esta gente sabía bastante más que yo de las invasiones cartaginenses y romanas, entré derrotado a aceptar mi ineptitud y pedir una segunda oportunidad para septiembre. Dentro, otra pieza de Schubert sonaba por su antigua radio negra.
─Bien, joven  ¿Puede usted referir que nos aportaron los romanos?─  me preguntó tras comprobar mi nombre en el listado.
No pude evitar recordar esa famosa escena de los Monty Python y dije sin vacilación:
─ ¡El vino, el vino!
─Bueno sí… ¿Pero qué fue lo más destacable y por qué?
Seguí recordando la gloriosa película La vida de Brian y empecé a enumerar las aportaciones que discutían los miembros del Frente Judaico de Liberación, intentando ligarlas a cosas más o menos realistas.
─El alcantarillado… y con ello la salubridad. Las vías romanas y el lógico impacto en las comunicaciones. La seguridad y con ello…
─Bueno sí─  me interrumpió ya mal humorado ─ ¿pero qué es lo que más destaca el libro?
Se me notaría en la cara mi absoluta ignorancia porque no esperó mi respuesta.
─El censo, señor mío, ¡el censo!… ¿Se ha leído usted el libro o no?
─Claro, claro…─  afirmé haciéndome el despistado─ el censo… claro.
E intenté rápidamente explicar la importancia del censo para la historia. Pero no se me ocurrió por qué debería ser más importante el censo que el vino o las calzadas, así que simplemente me quedé en blanco.
─Bueno…─  dijo ya aburrido ─ esta pregunta es básica. Lo siento, pero no ha aprobado, tendrá que volver en Septiembre.
Agradecí que terminase la tortura, pero cuando ya estaba recogiendo mis cosas me volvió a interrumpir.
─ ¿Qué es TS?─  me preguntó.
─ ¿Cómo?─  respondí yo completamente incómodo por la situación.
─Aquí pone que es usted estudiante de “TS”… ¿Qué significa?
─Trabajo Social─  dije con prisas por salir, pues nadie quiere estar mucho tiempo delante de la persona que te acaba de suspender.
─ ¿Y por qué te has matriculado de esta asignatura?─  me volvió a interrogar, mientras que, con curiosidad, me miraba por encima de sus gafas de lectura y su noble barba.
─Bueno, como nos obligan a estudiar doce créditos de libre configuración y me dijeron que su asignatura era fácil, pues me matriculé─  dije en un arrebato de sinceridad.
─ ¡ESTO ES EL COLMO! ─ gritó encolerizado mientras su rostro se enrojecía─  ¡Esto es lo que me quedaba por ver! ¡Así nos luce el pelo en las facultades!
Y, sin más palabras, tachó el suspenso de mi hoja y puso un gran “Aprobado” en su lugar.
─No voy a ser yo quien te joda la vida, venga vete.
─Muchas gracias─  fue lo único que llegué a decir antes de marcharme, encantado con mis doce créditos “regalados” achacando mi aprobado a la falta de simpatía que tenían algunos profesores hacia las asignaturas de libre configuración y más cuando las cursa un estudiante de una carrera que poco o nada tienen que ver con ellas.
Pasó el verano y volvió el otoño. Yo ya había olvidado la anécdota hasta que un día tomando un vino en una cantina cercana a mi casa, el profesor apareció de entre las mesas lejanas y saludó con alegría a Carmen, que había sido también alumna suya. No tardó mucho tiempo en reconocerme y sin titubeos, pero extrañado, preguntó:
─ ¿Sois novios?
─Sí, llevamos ya cuatro años juntos─   respondí.
Él se siguió mostrando contrariado e incluso intrigado pero, finalmente, aceptó la respuesta.
─Bueno ¿y ya has terminado los trabajos sociales?
─Hago Trabajo Social─  le corregí ya acostumbrado a tener que explicar continuamente que no soy auxiliar de ayuda a domicilio o graduado social─. No, todavía tengo para un par de años.
Sorprendido y sin entender del todo qué estaba pasando observé cómo esta respuesta  le descolocó del todo. Nuevamente volvió a magrearse la tupida barba canosa y sin ser invitado se sentó a mi lado, claramente movido por la curiosidad.
─Disculpa que te lo pregunte, pero estando con Carmen  y…pareces un chico majo… ¿Qué hiciste para acabar haciendo “Trabajo Social”?─  me preguntó resaltando “Trabajo Social”, queriendo enfatizar que había entendido mi corrección.
─Así, por lo pronto, aprobar la selectividad─  respondí directamente.
Su expresión digna y curiosa se transformó en una mueca de sorpresa que entonó una sonora carcajada.
─ ¡Entonces, es una carrera!─ exclamó─. Pensaba que te habían obligado a hacer doce créditos de libre configuración como castigo o redención por haber hecho alguna maldad, tipo pintar una pared o quemar una papelera─ (Es decir, Trabajos en Beneficio de la Comunidad) ─.  Pensaba que ahora los jueces me empezarían a enviar a todos los vándalos a estudiar Historia Antigua─  me reconoció con una amplia sonrisa ─, y viendo cómo va el sistema educativo no me extraña.

Continuamente tengo que oír en conversaciones “trabajo social o trabajos sociales” como eso: trabajos en beneficio de la comunidad, e incluso me han preguntado cómo llevo eso de limpiar el culo a los viejos, porque la gente piensa que soy auxiliar de ayuda a domicilio, pero la verdad es que ya no me molesta. Poca gente sabe lo que es un Trabajador Social, y esa es la verdad. Pero ¿para qué negarlo? también eso nos puede beneficiar en ciertas circunstancias y esa es la mejor habilidad que puede tener un trabajador social, saber usar a su favor el entorno en el que va a desenvolverse.   

miércoles, 27 de julio de 2016

CAPITULO IV



CAPITULO IV
DE LA RETRANCA
Y esa realidad no está escrita en los libros, ni te entra como temario de la oposición; como mucho, podrás saber si estás en un entorno rural o urbano; el nivel de la renta de las familias  con las que vas a trabajar y cosas así… pero el verdadero conocimiento se trasmite a través de las experiencias y, en mi caso, dos fueron claves para llegar a captar un concepto sin el cual la intervención social en Lugo te puede conducir, cuanto menos, a situaciones incómodas. Hablo de la Retranca.
Era el año 2006. Carmen, que entonces era mi novia, había aprobado las oposiciones en Galicia. Yo tan sólo tenía un trabajo temporal, por lo que no me costó mucho hacerme el macuto e irme a vivir con ella.
Ahí estaba yo, recién bajado del autobús. Carmen vino a recogerme a la estación. Es cierto que ya había estado antes en Lugo, pues durante el “cortejo” realizamos con su familia varios viajes a la región. Pero bajar del autobús y saber que, de forma indefinida, esa sería mi nueva ciudad, me produjo una sensación particular que me obligó a fijarme bien en las formas de mi nuevo entorno. 
Aún siendo dos ciudades relativamente próximas y cercanas geográficamente, son visiblemente distintas. Mientras Gijón es la típica ciudad costera del norte de España, cuya vida se rige por el mar en todos los sentidos, Lugo es una ciudad de interior, donde la vida gira alrededor de una enorme y preciosa muralla romana que se conserva íntegramente. Entre sus muros bulle toda la vida de la ciudad, con su mercado, la zona de vinos, los comercios, etc.. Todos esos elementos se emplazan en un marco que, por momentos, recuerda a un escenario de alguna novela ambientada en los años sesenta. Los comercios tradicionales como cuchillerías o tiendas de derivados del esparto, así como un gran mercado donde se venden quesos, huevos, verduras y demás productos agrícolas, delatan la gran importancia del entorno rural para la ciudad, de todas esas personas que viven de la tierra y que se aproximan al núcleo urbano para vender sus mercancías.
Mientras en  las ciudades costeras algunos comercios mantienen viejos carteles e intentan dar una imagen “rústica”, todo ello no deja de ser un reclamo para el turista “madrileño” que puede llevarse de recuerdo  cosas tan variopintas como un pretendido alambique o una escoba de las de cerdas de paja. En Lugo no existen estas trampas estéticas. No es que lo retro esté de moda, aquí sigue utilizándose. La gente compra el pimentón para las matanzas, las cestas de mimbre, las cafeteras o linternas de petaca  con la verdadera intención de darles utilidad.
Aunque estas tiendas de sacos y cuerdas, productos para la matanza, cuchillerías, sombrererías o paragüerías conviven con actualizadas tiendas de ropa, zapatos y todo tipo de cadenas de alimentos, su mera presencia denota una personalidad propia de la ciudad, a la que, indudablemente, le confiere autenticidad y marca su diferencia con el resto.
Pues bien, ahí estaba yo, en Lugo.  Hasta ese momento mi contacto con los lucenses había sido puntual y siempre acompañado por personas que mediaban y me presentaban en sociedad. Pero una vez sólo en la ciudad, dispuesto a vivir por mi cuenta y labrar mis amistades diferenciadas de las de Carmen, era el momento de empezar a relacionarme en solitario con los lucenses.
El lucense tiene una forma curiosa de expresarse. Su acento es difícil de describir por escrito, sin la posibilidad de transmitir la entonación. Pero un buen ejercicio de comprensión sería el siguiente: Pediría al lector que pensase en algo triste, agudizase la voz, y dijese: “Bueeeno” alargando ligeramente la “e”. Con esa tristeza en la entonación quedaría un “bueeeno” reflexivo y abierto. Ahora ya tienes el “bueeeno”. Sólo restaría decir, también muy reflexivamente,  pero ahora con menos tristeza y más ritmo: “Pues eso depende”.
Esta frase conforma, por sí misma, todo un elenco antropológico. Esta frase, inconclusa, refleja en sí misma la forma más aguda de ironía  que una persona pueda experimentar.  Hasta que uno no comprende las mil y una formas que tienen de utilizar el “bueeeno… eso depende”, no puede relajarse ante la mera presencia  de un grupo de  lucenses o corre el riesgo de acabar siendo objeto de mofa y pitorreo sin ni siquiera sospecharlo. Y digo grupo porque una sola persona nunca utilizará esta fórmula si no está acompañada de otra que comprenda al mismo nivel su “bueeeeno… eso depende”.  Y, sin duda, es el “no iniciado” su objetivo favorito de mofa en ese noble arte de la ironía, a la que los propios lucenses han puesto un nombre: “Retranca”.
Conocer esta fórmula te prepara y te anticipa a lo que está por venir. Se podría comparar con el ejercicio de acariciar un gato. Si conoces bien su lenguaje corporal y ves que levanta el lomo, enseguida te pondrás en guardia en prevención del posible ataque.
Si vienes a Lugo, desconfía del “bueeeno… eso depende”. Es un conjuro que advierte a los demás que se ha iniciado la “Retranca”. Es como un pistoletazo de salida que abre la veda de la caza del iluso, donde el mérito consiste en seguir la conversación a base de respuestas surrealistas y preguntas ambiguas y en el que gana el que no esboce la menor sonrisa, porque ¡ojo!, es un ritual serio, nadie se ríe, y  concluye con un gesto seco donde todos, en silencio, abandonan el escenario y dejan a la víctima boquiabierta y humillada.
*****
Era mi primera visita a la zona rural. Mi primer caso de campo. Hasta ese momento todo mi trabajo había sido en algunas de las principales ciudades gallegas, La Coruña y Lugo, en las que, en general, las formas y relaciones humanas que se dan dentro de ellas se parecen bastante a lo común. Pero, en cambio, ahora me hallaba en la zona rural y es precisamente en el campo, en los pueblos, donde realmente emergen esas pautas antropológicas que, pese a haber estado viviendo ya desde hacía seis años en Galicia, me pillaron desprevenido. El gato levantó el lomo y yo no supe verlo.
No existe mapa ni GPS donde aparezcan todos los pueblos y casas de la montaña. Fue Borja quien me acompañó hasta la casa. Quedamos en el Chaplin, el bar del pueblo que, curiosamente, no está situado en el pueblo, sino en mitad de un monte de pinos a la entrada del mismo. El Chaplin es un lugar digno de dedicarle al menos unas líneas, pues creo que pocos lugares guardan tanto encanto. Pese a su cosmopolita nombre, de moderno sólo tiene eso: el nombre. Ni siquiera una figura del actor adorna la entrada, ni hay en él artículo alguno que evoque el cine del ilustre personaje que le da nombre, ni de ningún otro. Es un bar de verdad, donde desde bien temprano se sirve orujo y panceta frita a todos los parroquianos que recargan las baterías antes de enfrentarse a las heladas y la humedad de la montaña. A las seis de la mañana abre sus puertas y lo primero que te encuentras al entrar es una preciosa chimenea de leña que llena de calor y humo el lugar. Todo el mobiliario es de madera, labrada con maestría por el abuelo fundador del negocio, y sólo un sillón orejero, acomodado al lado de la chimenea, ofrece algo de comodidad a los culos que no estamos acostumbrados a las duras sillas de madera. Era navidad y el bar se engalanó con algunos pequeños detalles coloristas, dando a la escena un aspecto de lo más festivo.
Mientras esperaba que llegase Borja, que me haría de guía hasta el domicilio, empecé el día con el ritual del café y el periódico, rechazando, por prudencia, las gotas de orujo que La Rapaza, que es como llaman los parroquianos a la dueña del Chaplin, vertía insistentemente entre todas las tazas que se le ponían a tiro.
Algo fantástico de la prensa local, es la posibilidad de amenizar la lectura, no sólo con los chistes de actualidad, sino  también con titulares “simpáticos” que, como pequeños tesoros, se esconden camuflados entre noticias más aburridas y que siempre sirven para levantar el ánimo y poder conversar, sin miedo a la controversia política ó religiosa, con los parroquianos. Ese día encontré mi pequeño tesoro en la sección “Gente”,  en donde  se relataba cómo un hombre agredió con un huevo de avestruz a su mujer por culpa de un cerdo que ésta tenía domesticado, aunque no mucho, por lo que se podía leer en la noticia, pues pese a los intentos de amansar al gorrino, éste tendía a destrozar no sólo las propiedades del agresor, sino también las de su vecino.
Paco, poeta e intelectual del pueblo, ataviado con su sombrero de ala y elegante levita gris, realizó una afirmación categórica: –Los marranos no pueden domesticarse, son malos bichos, esa costumbre de tenerlos como si fuesen perros va a traer  más de un disgusto.
El Corto Mariano era el antagonista de Paco en todos los sentidos. Desgarbado, alcoholizado y sin ningún tipo de sensibilidad artística o cultural, pero, curiosamente, disfrutaban de su mutua compañía pues, pese a sus diferencias creativas e intelectuales, ambos tenían en común su afición por el buen beber y mucho tiempo libre, ya que ninguno de los dos detentaba oficio conocido.
–No, Paco, no… son muy listos, lo vi en la tele. Ahora están de moda y en la ciudad la gente los tiene como si fuesen perros. Dicen que son mejores porque son más listos y además muy cariñosos–  dijo Mariano con su tono bobalicón.
–¡Que carallo va a ser cariñoso un cerdo!– afirmó Paco el Poeta –¿Tú nunca has visto un cerdo o qué?.  Sólo con que vean un poco de sangre se vuelven locos. Son animales peligrosos, medio salvajes. Si fuesen tan listos andarían sueltos por el pueblo.
Aún sin conocer bien a los tertulianos, me atreví a interrumpir. –Lo que pasa es que aquí los tenemos encerrados en una pocilga oscura de la que sólo salen el día de la matanza, y estarán medio locos, pero yo también tengo oído que los cerdos son animales muy inteligentes.
–¡Tonterías!–  afirmó Paco el Poeta –eso sólo son excentricidades de la gente de la ciudad que no les vale con tener un perro, quieren destacar.
La discusión se zanjó con la entrada de Borja en el bar. Si Paco y Mariano no tienen oficio conocido, salvo sostener la barra del Chaplin, Borja es todo lo contrario. Personaje inquieto y trabajador vive por y para la montaña, desarrollando mil y un trabajos relacionados con la misma. Es operario del Ayuntamiento y con su 4x4 se dedica a arreglar todas esas chapuzas que siempre surgen en un pueblo. Tiene una granja familiar y además regenta una tienda de artículos de caza y pesca en la capital. Por si esto fuera poco, y como le sobra tiempo, hace de guía para todas las personas que tenemos que encontrar una casa perdida en mitad de la nada.
Su saludo fue enérgico. Sus manos, grandes y callosas, acostumbradas al duro trabajo del campo, apretaron con nervio mis endebles manos de estudiante.       –¿Eres Alejandro?– preguntó con su rostro juvenil pero curtido por la vida al aire libre.
–El mismo– dije asombrado por su tamaño. Con su más de metro ochenta, afrontaba el frío ataviado únicamente con una camisa a cuadros que, para colmo, llevaba arremangada, dejando ver unos fornidos brazos que colgaban de una enorme espalda tan ancha como el coche que conducía.
–Tengo prisa que luego tengo que podar unos árboles. ¿Vamos?.
 Seguí a su todo terreno con mi destartalado Ford Fiesta por los caminos y lindes que recorrían el paisaje de robles y castaños hasta el domicilio. Como bien dije antes, era navidad, uno de esos horribles días laborables entre el 25 de diciembre y año nuevo.
A lo lejos, el pico Mustallar se mostraba nevado y, aunque el frío había arreciado toda la semana, ese día llovía copiosamente, por lo que no había helado esa mañana y los caminos estaban relativamente despejados.
Florencia, se llamaba la usuaria. Era una persona dependiente de grado 3, nivel dos, es decir, con el máximo grado reconocido. El objetivo de la visita era el de informar sobre la cantidad de horas de atención que se le habían reconocido y planificar el horario y las tareas que realizaría la auxiliar en la casa. En principio algo protocolario y sin ningún tipo de complejidad.
No había podido avisar a la familia de mi visita, puesto que el teléfono de contacto parecía ser erróneo,  pero decidí presentarme de igual modo, sin avisar, pues en el campo siempre suele haber alguien con el que poder hablar y es difícil importunar. Además les iba a llevar una buena noticia. La casa estaba localizada dentro de un pequeño pueblo típico de Galicia, con sus hórreos, sus casas de campo, caminos estrechos, muchos prados y sobre todo vacas y gallinas pululando por doquier. Borja me indicó la casa y se despidió de mí para volver a sus tareas y sólo, me adentré en la vivienda.
Serían siete u ocho personas las que se apelotonaban en la cocina de leña, tomando café con una botella de orujo sobre la mesa. La conversación cesó según aparecí por la puerta y todos miraron con interés mi ordenador portátil y mi carpeta negra donde acompaño la documentación de los casos.
El aroma era acogedor, una escena navideña, de una familia numerosa acompañándose, al  calor de una cocina de leña, con orujo y mucho café. Por no faltar, no faltaba ni el belén familiar que con cariño había sido colocado en la entrada.
–Buenas, soy Alejandro, el  trabajador social y venía a ver a Florencia.
–Aaaaaaa– respondió un señor pequeño, calvo y que sin duda era el portavoz del grupo. –Pasa pasa, ¿Quieres un café?
–No gracias, ya vengo desayunado.
–¿Bueno, e ti de quen ves sendo?[1]
Esta pregunta al igual que el “bueeno… eso depende” es una llave y ha de entenderse de forma literal. Un no introducido a la cultura de la montaña” volvería a repetir el “soy el nuevo trabajador social” o “soy el que lleva la ayuda a domicilio del Ayuntamiento…” pero no te están preguntando eso, literalmente te están preguntado: “E ti de quen ves sendo”, y la respuesta ha de ser adecuada: da igual que digas que eres médico, ingeniero o astronauta, lo importante es conocer tu árbol genealógico.
–Tengo algo de familia por el pueblo, “Da Casa dos Veigas”. Me casé con una de sus nietas, Carmen… que la madre se fue a vivir a Asturias y ahora volvió la hija.
–Aaaaaa…– respondieron todos. Seguramente no sepan ni quien es “la  que se fue a vivir a Asturias”, pero la consecución de hechos lógicos da a entender a los presentes que estás diciendo la verdad. Es como una especie de sexto sentido que la gente de lo rural ha desarrollado para reconocer a los de su manada.
El silencio y las miradas posadas en mi persona se hicieron inquietantemente incómodas. Así que, tratando de solventar  la situación, corregí su invitación.  –Café no me apetece, pero un vaso de agua lo tomaba encantado.
–Sí hombre, ¡cómo no!– fue la respuesta del portavoz pequeño y calvo. –María, pon un vaso de agua– ordenó a una de las mujeres que pululaban por la sala sin compartir la mesa con los hombres.
Muchos fumaban y el humo de los cigarros, unido al del abundante café y la cocina de leña, impregnaba el ambiente de una calidez embriagadora. Sin embargo todas las miradas seguían fijas en mí, mientras apuraba el vaso de agua.
Una vez  terminado y con el propósito de romper el hielo, acomodé la carpeta negra donde siempre llevo todo el papeleo. Saqué el expediente y tras revisarlo, pregunté directamente por la persona que aparecía como “principal cuidador” y que, a su vez, había firmado toda la documentación cuando se solicitó la prestación.
–No quiero molestar, que veo que estáis en familia. Sólo venía para hablar con Fermín. No es nada grave, se trata de Florencia que le han concedido las horas de la ley de dependencia.
Las espaldas se irguieron incómodas, mientras que el pequeño hombre calvo, frotó las manos enérgicamente… –Bueeeno depende, si no te importa esperar un pouquiño… Ahora está ocupado, pero si puedes esperar diez minutos ya le llamo para que se acerque.
–No hombre no– respondí ya recogiendo las cosas –si eso vengo en otro momento, que no quiero molestar.
–¡Qué vas molestar!– respondió  un segundo hombretón que apuraba un ducados, azuzando la ceniza por el pequeño agujero de la cocina de leña. –Tú espera, que Fermín no tarda nada en llegar. Ya le llamo yo.– Y sin esperar respuesta se levantó para irse de la habitación a avisar a Fermín.
No tardó en volver con la noticia de que, efectivamente, en diez minutos se personaría para atenderme. La noticia me resultó molesta, todos seguían en silencio claramente incomodados por mi presencia. Así que buscando algo con lo que matar ese incomodo  tiempo se me ocurrió preguntar:
–¿Alguno de vosotros vive con Fermín y Florencia?.
–Yo– respondió el hombre bajo y calvo, –vivo en la casa de al lado, pero soy familia.
–Lo digo por si, mientras tanto, pudiese ir viendo la casa. Se trata sólo de una formalidad, para ver como la tenéis organizada, así ahorramos tiempo.
–¡Cómo no!, espera que María te la enseña. María, ¿puedes enseñar la casa al rapaz?.
Y ahí me fui con María a conocer la casa. Era una mujer mayor, que se mostraba callada, extrañamente triste y melancólica. Casi parecía llorar por momentos. Se limitaba a abrir puerta tras puerta y, sin explicaciones, me dejaba entrar a ver lo que había. Yo me limité a anotar en la libreta lo que veía: Casa de campo asociada a explotación ganadera con dos pisos de altura, planta baja compuesta de una cocina, salón–comedor, despensa y una puerta de acceso a los establos. Se observan diferentes barreras arquitectónicas. Anchura de la puerta de entrada a la cocina insuficiente para una silla de ruedas. Cuatro peldaños en el acceso a la vivienda. Planta superior: un baño, dos habitaciones, el baño no cuenta con adaptaciones y las escaleras de transición entre plantas dificultan el acceso de una persona con movilidad reducida.
–Ésta es la habitación de Florencia. Ahora la está aseando Fermín. Si eso, cuando salga, que te la enseñe él.
–Por supuesto– añadí sin darle importancia. Ni ganas de ver como limpiaban los bajos de la señora.
Quise darle algo de conversación. –Bueno, el baño no tiene ninguna adaptación, sería necesario poner  una de esas sillas que les permitan sacar y meter a Florencia de la bañera con comodidad y, además, esos escalones en la entrada son un peligro,  si la queréis sacar de la casa necesitaríais una rampa.
–Buueeeno, la verdad que sí, que va a ser difícil sacarla y meterla en la bañera, pero no sé qué necesidad hay de bañarla. Creo que Fermín con la esponja ya se las apaña.
–No mujer, la esponja vale para lo que vale. Una friega en profundidad siempre es necesaria.
La mujer me devolvió su mirada triste y melancólica. Algo quiso decirme, pero al final se calló.
De vuelta a la sala de estar con todos los comensales y esperando que terminase Fermín de asear a la usuaria,  recurrí a las  típicas frases de cortesía: Es una casa muy bonita,  ¿cuántas vacas hay?, ¿cuántos terneros este año?, mi abuelo también tenía vacas…etc. Y todos me siguieron la conversación sobre las vacas “roxas” y los terneros que este año, afortunadamente, habían muerto pocos.
Hasta que bajó Fermín. Me presenté levantándome y dándole un apretón de manos. Compartía el mismo rostro que el de la mujer que me había acompañado a ver la vivienda, triste, melancólico…. amargado.
–¿Podemos hablar, Fermín?.
–Claro, claro– respondió, y juntos nos fuimos hasta el comedor, alejados del resto.
–Nada Fermín, lo que supongo ya te habrán comentado. Te han concedido setenta horas de ayuda a domicilio. Sólo vengo a que me firmes los papeles y ya empezamos cuanto antes. Como le comentaba a María, tenemos que hacer algo con ese baño y con esas escaleras y bueno, me gustaría ver a Florencia para saludarla, ver cómo está la habitación y esas cosas, simple rutina…
Fermín me miró sorprendido, – ¿Alejandro, te llamabas?.
–Sí– respondí mientras seguía rebuscando y ordenando papeles para firmar.
–Pues verás Alejandro, es que Florencia murió anoche, pero tú si quieres ver la habitación puedes verla. Ahora, firmarte, no voy a firmarte nada.
Cerré la carpeta de un manotazo, levanté los brazos, intenté decir algo, pero fue Fermín quien se anticipó. – No te preocupes, ya estaba muy mayor y era lo mejor que podía pasar, pero tómate un café hombre, no te vayas con tan mal cuerpo.
–Claaaro…– se justificó el hombrecillo calvo cuando acepté el café y un golpe de orujo para recuperarme de la conmoción. – Nosotros te veíamos ahí tan profesional y con tantas ganas de ver a Florencia y a Fermín… que bueno… no quisimos quitarte la ilusión. Eso que lo hiciera Fermín. ¿Verdad Fermín?.
Las sonrisas soslayadas se intercambiaron entre los comensales que aún pese a la  situación habían encontrado una víctima para su “Retranca”. –Bueno, señores–dije intentando mantener la dignidad, –gracias por el café, siento lo sucedido, y bueno, Fermín mejor me voy.
Volví a coincidir con Borja en el Chaplin y tras comentarle mi experiencia, se limitó a remover su café con orujo, reflexivo. –Tienes mucho que aprender pequeño bebe sidras– afirmó tajante en alusión a mi origen asturiano. El resto de los parroquianos, asintieron con la cabeza. –Estás en la montaña. Aquí las cosas funcionan de otra manera, si no sabes distinguir un velatorio de una fiesta de Navidad… pues mejor te vuelves a tu despacho de la capital.
Su comentario no me pareció hostil, todo lo contrario, me pareció una invitación a reflexionar sobre mis limitaciones para comprender el nuevo contexto en el que me movía.
Aún sentado en el mismo bar que los parroquianos, me sentí horriblemente sólo. Ellos eran tan parte del pueblo como los mismos prados, mientras que yo era un recién llegado que, efectivamente, no sabía diferenciar un velatorio de un encuentro familiar.


[1]
                          ¿Y tú de quien vienes siendo? Nda