Enelimaginario

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lunes, 11 de agosto de 2014

DE TRABAJADORES SOCIALES Y ACEITE DE ROMERO


 
 
La auxiliar me lo había confirmado; no podría llegar al domicilio hasta las cinco y media. Sin ganas de perder otra hora en un bar leyendo el periódico por enésima vez me adelanté con la intención de ir preparando el papeleo necesario para empezar el servicio.

Lo que los expertos denominarían “paisajismo” estaba excepcionalmente cuidado.  Una prolífica huerta daba  paso a una serie de jardines con plantas, propias y foráneas, que tupían de frescas fragancias el ambiente. La fachada se perfilaba de motivos florares que nada desdecían a la multitud de carretillas, lecheras y otros enseres reciclados como macetas.

No es extraño que se nos reciba con cierta desconfianza. Que un hombre corpulento y barbudo llame a la puerta de una casa aislada suele generar el recelo de su inquilina, pero en este caso, María abrió la puerta sin mostrar el más mínimo temor. -¿Y tu quien eres?- Preguntó por la directa ataviada con una fina bata de tacto brillante que dejaba entrever lo suficiente como para generar cierta incomodidad.

-Hola María, soy Alejandro, el trabajador social. Ya hemos hablado por teléfono, vengo para empezar la ayuda a domicilio que tiene reconocida.

María cambió su semblante serio, incluso desafiante, por una alegre sonrisa. –Ya tenía ganas de empezar, pasa, pasa, como en tu casa-.

Con tan alegre invitación me metí directamente en la cocina. –Siéntate, siéntate, que me preparo. –Dijo antes de desaparecer ayudada de su bastón por el pasillo.  Yo me limité a ordenar el papeleo para luego observar el reluciente día por la ventana. Era agosto, los meses estivales resultaron ser especialmente secos y calurosos. Salvo las parcelas cultivadas, el resto del paisaje se mostraba marchito por la falta de humedad.

Fue María quien me sacó de mis profundas reflexiones sobre la climatología. –¡Ya estoy, puedes venir!-, oí gritar desde el pasillo.

Desconcertado, aguardé unos segundos en silencio hasta que la frase se repitió. –Ya estoy-.

Un mal palpito me recorrió la espalda… -¿Ya estás qué?-. Pregunté a gritos.

-Tu ven que ya estoy-. Volvió a insistir apremiándome.

Con cierto temor abandoné la seguridad de mis papeles y me dispuse a seguir la voz a lo largo del pasillo. Finalmente pude localizar el origen tras una puerta, que permanecía cerrada.             -María, ¿va todo bien? ¿no será mejor que salgas tu?-, pregunté arrimándome a la puerta para hacerme oír con claridad.

-No puedo. Tú entra que yo ya estoy-. Fue su cercenante respuesta.

No sin cierto temor abrí la puerta.  Era el cuarto de baño.  María se había desnudado y descansaba en una de esas sillas que se utiliza para meter a las personas en la bañera, completamente desnuda. –Con esta calor tenía unas ganas de un baño… y unas friegas de romero…-, me espetó dejando entrever una sonrisa picarona.

Tras el bochorno y las explicaciones oportunas con la mirada clavada en el suelo, pude regresar a la cocina. María, lejos de mostrarse incómoda, se sentó con completa naturalidad, ahora sí, adecuadamente vestida y no dudó en mostrarme su malestar. -No veas lo ilusionada que estaba al pensar que me habían enviado a todo un muchachote como tú para ayudarme. Que no te parezca mal, pero en mi situación, que te me den unas friegas es lo mas erótico que me puedo imaginar-.

Solo estuve cuatro meses más en ese ayuntamiento, pues me destinaron a otro, pero en las dos visitas que pude hacerle a mayores fui recuperando pequeños fragmentos de una historia cargada de anécdotas que por desgracia ahora se ha perdido para siempre.

Hija de republicanos exiliados en Argentina,  estudió lo que sería en aquella época el equivalente a magisterio. Durante los sesenta participó activamente en los movimientos hippies llegando incluso a visitar San Francisco. En ese viaje  se enamoró de un revolucionario que ya en los setenta la convenció para estudiar una segunda carrera en Cuba,  donde según palabras textuales “disfrutó lo que no está escrito”, aunque finalmente se desencantó con el ideario revolucionario y volvió a Argentina, de donde acabó huyendo a finales de los setenta por el golpe de Videla. Pero con buen tiento supo anticiparse a la transición Española y se fue a vivir a Madrid,  donde ya, con cierta edad, trabajó de profesora mientras disfrutaba de la “movida madrileña”. Entre tanto, una tía suya murió en Galicia, de la cual heredó la casa, y al jubilarse decidió restaurarla y venirse a vivir aquí. Sintiéndose desocupada,  tuvo tiempo de aprender gallego  e intentó recordar las lecciones de guitarra, pero sus manos, ya reumáticas, se negaron en redondo, por lo que el instrumento solo cumplía una función decorativa en la pared.

Sorprendía la naturalidad con la que afirmaba que nunca tuvo hijos  porque es algo muy incompatible con los amantes, a los que nunca ha renunciado, y siempre quiso tener la libertad de viajar y vivir sin tener que rendirle cuentas a nadie.

En la última visita sacó una caja metálica repleta de fotos ordenadas cronológicamente que daban veracidad a su historia. Ella cogió una con cariño y me la enseñó. -¿Vistes que guapa era?-. Efectivamente, sorprendía no solo la belleza de la protagonista, sino la estética de la foto, pues lejos de ser el típico posado de la época, esta foto rompía el formato mostrando a una joven en posición dinámica, haciendo bailar una larga melena negra colmada de margaritas mientras en su gesto se plasmaba una alegría de indudable origen “ácido”.

 
La foto me maravilló.  Pensé que algunas personas son tan protagonistas de su momento que parece que nunca fuesen a envejecer, pero el tiempo pasa. Los rockeros dejan el tabaco, las musas de programas infantiles se desnudan en la MTV  y las preciosas hippies de pechos decorados ahora fantasean con friegas de romero.

Mis reflexiones fueron interrumpidas cuando noté que sentada estratégicamente a mi lado me había agarrado de un brazo e intentaba con su mano libre rodearme la espalda en un acercamiento físico demasiado evidente.

-María, para-. Le dije intentando aparentar la máxima seriedad.

-Bueno, tenía que intentarlo-. Dijo al tiempo  que, con naturalidad, se levantaba para a continuación servirse otro té.  Luego se volvió a sentar. –Ya que es tu última visita no quería dejar pasar la oportunidad-. Me dijo dedicándome una enorme sonrisa-.

Entre intentona e intentona reflexionaba lúcidamente sobre el mundo actual. Frente al pensamiento imperante, ella envidiaba a la actual generación.  Hablaba de los Erasmus, del Interrail, del 15 M, de los yayo-flautas, de stop desahucios, con un conocimiento que asombraba, -¡Quien me diese hoy los veinte años!-. Me exclamó en una ocasión.

-Bueno, María, los sesenta no estuvieron mal-, le respondí yo.

-Sí, lo pasamos bien-, me respondió ella.

Finalmente nos despedimos sin mucho protocolo. Le informé que otra trabajadora social se pasaría por la zona, pero que la auxiliar seguiría siendo la misma y que todo iría bien. Por el espejo retrovisor pude ver como, cubierta por una pamela, esta entrañable ancianita se disponía a cuidar sus flores.

 Hace unas semanas me he enterado de que una vecina encontró su cuerpo al despuntar el alba. Como no podía ser de otra forma se despidió de este mundo tumbada sobre su jardín de flores.

Hoy no he podido evitar desviarme de mi ruta y me he acercado hasta su casa. Sin sus cuidados todo esta mustio y marchito, pero su jardín brilla de vida. Brindo ahora ante las flores por ella, la aplaudo por intentar llevarme al huerto de las friegas de romero. Bravo, María, por no ceder a los tabús, por reivindicarte mujer, mayor y sexuada, por intentar conseguir lo que querías utilizando tus tretas de persona experimentada. Te pondré con cariño en mi lista de pecados no cometidos y cuando yo sea hombre, mayor y sexuado, diré a mis hijos que en los locos años del primer decenio, una preciosa hippie con la melena llena de margaritas se desnudó cariñosa ofreciéndome su cuerpo para que le hiciese un masaje con aceite de romero.

   

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