Este cuento siempre será especial para mí, pues plasmo mi particular y en muchas ocasiones enfrentada visión de la inmigración, recogida a lo largo de muchos años de experiencia profesional con este colectivo, lo que me ha llevado a percibir la experiencia de la inmigración no solo como un proceso trágico y de fuga, si no también de aventura, pues la aventura es sin duda riesgo. En él, plasmo a un inmigrante diferente, que no escapa del hambre, la miseria o la guerra, si no que busca la aventura, una persona que encarna los valores de nuestros grandes heroes occidentales de la exploración, solo que desde el anonimato.
Este relato fué galardonado con un segudo premio por CEPAIN en su concurso internacional de relatos sobre la inmigración.
Espero que os guste.
El
extranjero
El
alboroto de mis compañeros me arrebata del leve sueño y veo como la enclenque
embarcación que compartimos se escora peligrosamente. Mi corazón se altera y
rápidamente el miedo se apodera de todo mi cuerpo. Veo a golpe de fotogramas a
gente que desesperada se aferra inútilmente a lo que pueden, hasta que tras un golpe certero de mar acabo
en el agua rodeado de brazos que luchan por emerger.
Mientras
me hundo paralizado por el pánico, vienen a mi mente las lecciones de mi padre.
Recuerdo esas épocas intermedias de las cosechas en las que poco o nada había
que hacer y se podía delegar las tareas cotidianas del cuidado de los animales
a mi madre, mis hermanos y mis hermanas. Antes de que amaneciese abandonábamos
el poblado y caminábamos durante dos días hasta el mar. Ahí construíamos una
pequeña choza cerca de la orilla y durante una semana me entrenaba. Si el mar
estaba en calma nadaba durante horas hasta lejanas islas que apenas eran
borrosos puntos desde la orilla, mientras él en un bote de remos me hacía
silenciosa compañía. Cuando el mar estaba revuelto, peleaba contra las olas que
con fiereza arremetían contra mi cuerpo, ahí aprendí a no luchar contra las
corrientes, a sumergirme cuando una rompiente masa de agua amenazaba con
aplastarme y a superar las ondas crecientes que aún no formaban espuma en la
cresta. Durante la noche, una hoguera nos hacía compañía y disfrutábamos de
copiosas cenas a base de pescados, mariscos y moluscos que él pescaba, cazaba o
recolectaba mientras yo entrenaba.
Ahora
recuerdo con cariño esos momentos, pero
una vez ya adolescente e incomodo por no poder estar con mis amigos en la aldea
le pregunté qué sentido tenía ese viaje tan largo si en nuestro pueblo no había
ningún lago, estanque, ni siquiera pozo lo suficientemente profundo como para
suponer una amenaza… ¿Qué sentido tenía aprender a nadar viviendo tan lejos del
agua?
-La
gente se apega a su tierra, su gente y su trabajo, y eso es bueno-, me dijo sin
apartar la mirada del marisco que trepidaba en las brasas, -pero en ocasiones, nacen personas con un
brillo especial, personas destinadas a recorrer distintas sendas. Hijo, tú
tienes ese brillo, y es necesario que conozcas todas las formas de andar tu
camino, un camino que ninguno de nosotros sabemos si será por tierra, mar o
aire-.
Siento
una masa de agua que fluye por debajo de mí.
Sin duda una gran ola se está formando, retomo el control de mi cuerpo y
aprovecho su impulso para salir de nuevo a la superficie y tomar una gran
bocanada de aire. Veo como mis compañeros luchan errática e inútilmente para
acabar siendo engullidos por un mar que acalla sus gritos con su estruendo, un
mar cruel que no perdona al que no sabe entenderle. Me dejo balancear por el
oleaje, mientras nado aprovechando la corriente que rápidamente me aleja de la
horrible escena. A lo lejos veo
tierra. No tengo duda alguna de que la
alcanzaré.
Boca
arriba, extenuado por el esfuerzo, noto como la arena calentada durante el día
por el sol consuela mis músculos resentidos por el cansancio y el frio. Veo un
cielo estrellado y a lo lejos murmullos de motores que buscan a los
supervivientes. Pienso durante unos segundos si correr lejos de la playa o si
por el contrario dejarme atrapar, pero no tengo tiempo a tomar una decisión. Dos
motos aparecen entre las dunas y se dirigen directamente hacia mí. No vale la
pena huir. Mejor conservar las escasas energías que me quedan para una
oportunidad mejor.
Dos
personas uniformadas se acercan hasta mí. Una de ellas me pregunta en francés si
estoy herido, le contesto que no, pero que agradecería un poco de agua dulce
pues hace días que no bebo. Me contesta que un equipo médico está en camino y
que ellos me darán agua.
Tirito
de frio mientras soy arropado por una fina manta metálica de tonos plateados,
cuando al poco tiempo llega un todo terreno atravesando las dunas de la playa con
personal médico a bordo, se tapan la cara con mascarillas y con las manos
protegidas con guantes blancos me reconocen. Finalmente me dejan beber un trago
de agua. -Poco a poco o te sentará mal- me dice con gesto afable uno de los
médicos mientras continua examinándome.
El cansancio puede conmigo. El confortable
asiento trasero y el traqueteo de una carretera desierta que se dirige a una ciudad
me invita a dormir.
En
la duerme vela recuerdo el esfuerzo de mi familia por adiestrarme para mi
camino. De todos era el único que acudía
a la escuela donde una maestra con más buena voluntad que otra cosa intentaba
enseñarnos con vagos dibujos y alguna fotografía como era el mundo más allá de
mi pequeña aldea. Yo deseaba cuidar al ganado, ayudar al resto, pero el brillo
que mi padre vio en mí no me dejó otra opción.
Un
día, como otro cualquiera, un extranjero apareció caminando en nuestra aldea. No
portaba nada más que una voluminosa mochila, unas fantásticas botas y un
alarmante tono rojizo. Mi padre, contra todo el consejo del pueblo, lo acogió
en nuestra casa. Todos pensaban que se había vuelto loco, que podía pedirle una
autentica fortuna por algo de comida y un colchón donde dormir, y él respondía
siempre parco en palabras: -Cuando quieres algo de un hombre, no le pidas algo
distinto- Nadie comprendía qué podía querer de ese endeble turista perdido por
tierras extrañas si no era su dinero.
El
extranjero hablaba bastante bien el francés, por lo que no tuvo grandes
problemas para entenderse con mi familia. Todos estábamos extrañados con su
presencia en el pueblecito, tan alejado del mar y cualquier cosa interesante,
pero cuando le preguntábamos qué buscaba, él
simplemente levantaba los hombros y con gesto de indecisión decía… -no lo sé,
simplemente camino-. Nadie le comprendía, salvo mi padre que con gesto sabio
afirmaba con la cabeza como si fuese la respuesta lógica a una pregunta tonta.
A
los dos días de su llegada, cuando estaba a punto de abandonar el pueblo, mi
padre habló con el extranjero. Necesitaba ayuda para la época de recolección
que se acercaba. Si se quedaba durante
la misma, él le daría casa, comida y algo de dinero.
Los
vecinos del pueblo se alarmaron. No era una persona acostumbrada a las tareas
del campo y solo su comida costaría más que lo poco que podría recoger. Aún así
mi padre respondía parco en palabras
–Cuando una persona quiera algo
de ti, no le des otra cosa-. Ninguno comprendíamos que quería mi padre del
extranjero ni el extranjero de mi padre, pero todos pensábamos que la que salía
perdiendo era mi familia. No somos pobres, tenemos animales y tierras e incluso
algún jornalero, pero tirar el dinero con un trabajador que apenas era capaz de
recoger algunos cestos en una jornada y comía como un auténtico animal era algo
que tampoco nos podíamos permitir.
-Hoy
no irás a la escuela, tampoco mañana, ni pasado,
te quedarás con nosotros ayudando en el campo- Me dijo padre -Quiero además que acompañes al extranjero,
enséñale nuestras plantas, nuestras canciones, nuestra vida en la aldea. Quiero
que seas su anfitrión y le abras los secretos de nuestras alegrías y nuestras
penas-.
Protesté,
pero de poco sirvió. - Hijo –me dijo- Confió en ti. Haz con orgullo y alegría
lo que te pido y complacerás a tu viejo padre. Los motivos los comprenderás a
su debido tiempo-.
Despierto
en un gran centro para inmigrantes. Son miles las caras que me rodean, todas negras.
Oigo lenguas extrañas e intuyo países lejanos. Enseguida me rodean consejos: -miente,
no hables, di que no entiendes…- Y también amenazas: -te devolverán a tu país,
te meterán en la cárcel, nunca podrás trabajar- . Pero también esperanzas,
coches, permisos, dinero, ayudar a familias, encontrar un lugar seguro, escapar
de una guerra… Definitivamente todo es muy confuso. Decido pasar lo más
desapercibido posible y me atrinchero en mi litera de la que apenas salgo para
comer y dar algún paseo.
No
tardan muchos días en decir mi nombre en alto y me llevan hasta una oficina
donde espero paciente a entrar para una entrevista… Todos los consejos
recibidos se apelotonan en mi cabeza y
no sé que les voy a decir…
El
extranjero resultó ser mucho más laborioso de lo que todos pensábamos, y aunque
era torpe y se cansaba con facilidad, soportó el sol y el polvo con gran
entereza. Nunca llegó más tarde que el resto ni se fue antes que nadie. Yo me
encargué de explicarle como recoger la cosecha, como hacer más ligera la cesta,
con que plantas untarse las heridas y por la noche mi madre nos esperaba con
grandes banquetes a los que invitaba a amigos y conocidos. Ahí cantábamos y
contábamos viejas historias alrededor del fuego. Yo siempre vigilaba que no se
sintiese solo, y le explicaba las cosas que no entendía. No sé por qué él
estaba maravillado con un mundo que yo consideraba bastante normal e incluso
aburrido.
Una noche, al acabar la faena, el extranjero se retiró
solo a la choza que habíamos construido para él y no quiso participar de la
tertulia. Al ir a preocuparme me invitó a entrar y me dijo que quería enseñarme
algo. Sacó de su gran mochila un ordenador portátil. Ya había visto alguno,
pero aún así siempre es un juguete muy goloso para cualquier niño. En ese
ordenador el extranjero empezó a mostrarme sitios lejanos en los que había
estado. México y sus más de 30 millones de habitantes, las cumbres del Annapurna,
las viejas catedrales europeas… Él siempre aparecía solo, con una ligera
sonrisa de satisfacción en su boca como si cada escenario supusiese el trofeo
de un cazador.
Durante
los días siguientes, seguí aprendiendo del mundo a través de esa pantalla. Las
fotos siempre eran iguales, pero a la vez distintas: Al fondo un paisaje, él en
primer plano y en su rostro una sonrisa de satisfacción. Cada foto daba paso a una explicación, y cada
explicación a una anécdota y esa anécdota crecía y crecía hasta convertirse en
una aventura.
Ahora
me encuentro ante tres personas. Una habla perfectamente mi lengua natal y me
sirve de traductor para las otras dos… Sus preguntas son directas y frías:
¿Cuál es mi nombre? ¿Cuál es mi país? ¿En qué pueblo nací? ¿En qué fecha?
Retomo el consejo de mi padre y les doy lo que quieren, la verdad. Todo
transcurre con normalidad hasta que llego a la pregunta nº 35, ¿Por qué razón
has decidido emigrar? ¿Razones económicas, políticas, familiares, persecución…?
Reflexiono unos segundos la respuesta…
A
mi mente vuelven las fotos del extranjero, y en especial una en la que con su
sonrisa en primer plano se aprecia un paisaje de alta montaña con un mar de
nubes desde las que emergen picos nevados. La aventura que me cuenta transcurre
rodeada de hielo, frio y sendas perdidas. En mi
país no existen montañas, solo planos ondulados de arena que terminan por
estrellarse contra el mar por el oeste y contra un pequeño accidente geográfico
por el sudoeste, pero nada parecido a la inmensidad de las catedrales de piedra
que se veían en la foto. Esa noche mi padre me miró y sonrió. Yo no comprendí
porqué.
Con
la siguiente luna terminamos el trabajo de recolección. Los campos estaban limpios
y preparados para descansar, el ganado bien alimentado y todo el pueblo lo
celebramos con una gran fiesta a la que por supuesto estuvo invitado el
extranjero. Como uno más comió, bailó, cantó y participó de las anécdotas que
alegremente se entonaban alrededor del gran fuego. Fue sin duda un día alegre
para todos.
Pero
la mañana resultó amarga. El extranjero había terminado su tarea y ya había empaquetado
sus cosas. Mi padre le invitó a desayunar a casa y juntos nos dimos cuenta con tristeza que
quizás nuestros caminos nunca volverían a encontrarse. Pero antes de irse el
que ahora era nuestro amigo preguntó a mi padre-
sé de sobra que mi trabajo apenas costaba el alimento que me dabas, y también
sé los problemas que te trajo con el resto del pueblo. ¿Qué vistes en un extraño como yo para darle un trabajo que
no merece un alimento que no se ganó y un techo del que no era merecedor?-
Mi
padre, siempre sabio en palabras dijo: -Tus fotos son auténticos testimonios de
aventuras y largos viajes, ahora yo quisiera darte algo que podrás enseñar con
orgullo a tu familia y amigos cuando vuelvas a tu tierra-. Mi padre se dirigió
a la habitación y trajo un pequeño paquete envuelto en papel, lo depositó en la
mesa y lo abrió. Dentro había tres fotos. En la primera el extranjero compartía
el trabajo de la recolección con el resto de la gente de la aldea mientras unos
niños correteaban por la escena. En la segunda foto todos compartíamos
alegremente una cena con una gran hoguera como protagonista. En la tercera
aparecíamos él y yo mirando con curiosidad la pantalla de su ordenador.
Toma
estas fotos con orgullo, podrás decirle a tu familia y a tus amigos que ahora eres
amigo nuestro. No solo has visto nuestra
aldea, además has participado de
nuestras alegrías y nuestras penas, has
recogido nuestras cosechas y has compartido nuestros alimentos. Ya no tendrás
que enseñar más fotos en las que solo apareces como un extraño frente a un
paisaje que te es ajeno, aquí tú eres tan parte del paisaje como lo somos
nosotros.
El
extranjero se emocionó ante el regalo. -No sabes lo agradecido que te estoy por
ofrecerme esta experiencia- Dijo acongojado, -pero sigo sin comprender que
habéis ganado vosotros con esto. -Mira esta foto-, dijo mi padre señalando
aquella en la que mirábamos la pantalla del ordenador. -La mandé hacer al poco de llegar tú. Siempre
vi en sus ojos un brillo especial. -Dijo refiriéndose a mí-, siempre he intentado educarle y enseñarle
todo lo necesario para que ese brillo no se apague y pueda recorrer su camino.
Ahora quiero que apartes la mirada de la foto y mires al hombre que tienes
sentado enfrente de ti. ¿No ves algo distinto? Su brillo se ha transformado en
una autentica llama que trepita en su alma. Yo le enseñé como recorrer el
camino, pero tú, amigo, le has enseñado donde empieza.
El
extranjero antes de irse quiso hablar conmigo a solas. -Nunca pretendí ser tu
maestro ni enseñarte ningún camino, pero ya que lo he hecho creo que lo
adecuado es terminar mi trabajo-. De la bolsa sacó su precioso par de botas y
un papel. -Estas botas te ayudarán a dar los primeros pasos, son muy cómodas y
resistentes, seguro te harán un buen servicio, y en este papel tienes un
teléfono. Cuando tu camino te traiga cerca de mi tierra no dudes en llamarme,
yo mismo te enseñaré lo que quieras ver-. ¿Me enseñarás
las montañas de tu tierra? Pregunto ilusionado. -Será todo un honor poder
enseñarte sus secretos- Responde con una mirada paternal en el rostro.
Me
vuelven a hacer la misma pregunta. -¿Por qué razón decidiste emigrar? ¿Razones económicas, políticas, familiares,
persecución…? –,- No he pasado hambre, ni miedo, ni siquiera tengo la presión
de llevar dinero a casa… Simplemente camino-. Los entrevistadores se quedan un
poco extrañados pero no dan importancia a mi respuesta.
Me
explican cuestiones legales sobre permisos, ordenes de devolución y me hacen
firmar un sinfín de papeles que apenas entiendo, pienso que hice mal al decir
la verdad, y que en pocos días me encontraré de vuelta a mi país cuando me
realizan la última pregunta -¿Tienes algún contacto
en España?-, - Sí-, respondo ilusionado -Puedes llamarle y si está dispuesto a
ayudarte te pagaremos el viaje hasta donde vive- responde el entrevistador mientras me acerca indiferente un teléfono.
Ya
huelo la montaña, solo espero no tener que volver a nadar para alcanzarla.
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