Enelimaginario

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lunes, 11 de junio de 2012

AMISTAD Y VIAJES (EL EXTRANJERO)




Este cuento siempre será especial para mí, pues plasmo mi particular y en muchas ocasiones enfrentada visión de la inmigración, recogida a lo largo de muchos años de experiencia profesional con este colectivo, lo que me ha llevado a percibir la experiencia de la inmigración no solo como un proceso trágico y de fuga, si no también  de aventura, pues la aventura es sin duda riesgo. En él, plasmo a un inmigrante diferente, que no escapa del hambre, la miseria o la guerra, si no que busca la aventura, una persona que encarna los valores de nuestros grandes heroes occidentales de la exploración, solo que desde el anonimato.

Este relato fué galardonado con un segudo premio por CEPAIN en su concurso internacional de relatos sobre la inmigración. 

Espero que os guste.


El extranjero
El alboroto de mis compañeros me arrebata del leve sueño y veo como la enclenque embarcación que compartimos se escora peligrosamente. Mi corazón se altera y rápidamente el miedo se apodera de todo mi cuerpo. Veo a golpe de fotogramas a gente que desesperada se aferra inútilmente a lo que pueden,  hasta que tras un golpe certero de mar acabo en el agua rodeado de brazos que luchan por emerger.
Mientras me hundo paralizado por el pánico, vienen a mi mente las lecciones de mi padre. Recuerdo esas épocas intermedias de las cosechas en las que poco o nada había que hacer y se podía delegar las tareas cotidianas del cuidado de los animales a mi madre, mis hermanos y mis hermanas. Antes de que amaneciese abandonábamos el poblado y caminábamos durante dos días hasta el mar. Ahí construíamos una pequeña choza cerca de la orilla y durante una semana me entrenaba. Si el mar estaba en calma nadaba durante horas hasta lejanas islas que apenas eran borrosos puntos desde la orilla, mientras él en un bote de remos me hacía silenciosa compañía. Cuando el mar estaba revuelto, peleaba contra las olas que con fiereza arremetían contra mi cuerpo, ahí aprendí a no luchar contra las corrientes, a sumergirme cuando una rompiente masa de agua amenazaba con aplastarme y a superar las ondas crecientes que aún no formaban espuma en la cresta. Durante la noche, una hoguera nos hacía compañía y disfrutábamos de copiosas cenas a base de pescados, mariscos y moluscos que él pescaba, cazaba o recolectaba mientras yo entrenaba.
Ahora recuerdo con cariño esos momentos,  pero una vez ya adolescente e incomodo por no poder estar con mis amigos en la aldea le pregunté qué sentido tenía ese viaje tan largo si en nuestro pueblo no había ningún lago, estanque, ni siquiera pozo lo suficientemente profundo como para suponer una amenaza… ¿Qué sentido tenía aprender a nadar viviendo tan lejos del agua?
-La gente se apega a su tierra, su gente y su trabajo, y eso es bueno-, me dijo sin apartar la mirada del marisco que trepidaba en las brasas,  -pero en ocasiones, nacen personas con un brillo especial, personas destinadas a recorrer distintas sendas. Hijo, tú tienes ese brillo, y es necesario que conozcas todas las formas de andar tu camino, un camino que ninguno de nosotros sabemos si será por tierra, mar o aire-.


Siento una masa de agua que fluye por debajo de mí.  Sin duda una gran ola se está formando, retomo el control de mi cuerpo y aprovecho su impulso para salir de nuevo a la superficie y tomar una gran bocanada de aire. Veo como mis compañeros luchan errática e inútilmente para acabar siendo engullidos por un mar que acalla sus gritos con su estruendo, un mar cruel que no perdona al que no sabe entenderle. Me dejo balancear por el oleaje, mientras nado aprovechando la corriente que rápidamente me aleja de la horrible escena.  A lo lejos veo tierra.  No tengo duda alguna de que la alcanzaré.
Boca arriba, extenuado por el esfuerzo, noto como la arena calentada durante el día por el sol consuela mis músculos resentidos por el cansancio y el frio. Veo un cielo estrellado y a lo lejos murmullos de motores que buscan a los supervivientes. Pienso durante unos segundos si correr lejos de la playa o si por el contrario dejarme atrapar, pero no tengo tiempo a tomar una decisión. Dos motos aparecen entre las dunas y se dirigen directamente hacia mí. No vale la pena huir. Mejor conservar las escasas energías que me quedan para una oportunidad mejor.
Dos personas uniformadas se acercan hasta mí. Una de ellas me pregunta en francés si estoy herido, le contesto que no, pero que agradecería un poco de agua dulce pues hace días que no bebo. Me contesta que un equipo médico está en camino y que ellos me darán agua.
Tirito de frio mientras soy arropado por una fina manta metálica de tonos plateados, cuando al poco tiempo llega un todo terreno atravesando las dunas de la playa con personal médico a bordo, se tapan la cara con mascarillas y con las manos protegidas con guantes blancos me reconocen. Finalmente me dejan beber un trago de agua. -Poco a poco o te sentará mal- me dice con gesto afable uno de los médicos mientras continua examinándome.
 El cansancio puede conmigo. El confortable asiento trasero y el traqueteo de una carretera desierta que se dirige a una ciudad me invita a dormir.
En la duerme vela recuerdo el esfuerzo de mi familia por adiestrarme para mi camino.  De todos era el único que acudía a la escuela donde una maestra con más buena voluntad que otra cosa intentaba enseñarnos con vagos dibujos y alguna fotografía como era el mundo más allá de mi pequeña aldea. Yo deseaba cuidar al ganado, ayudar al resto, pero el brillo que mi padre vio en mí no me dejó otra opción.


Un día, como otro cualquiera, un extranjero apareció caminando en nuestra aldea. No portaba nada más que una voluminosa mochila, unas fantásticas botas y un alarmante tono rojizo. Mi padre, contra todo el consejo del pueblo, lo acogió en nuestra casa. Todos pensaban que se había vuelto loco, que podía pedirle una autentica fortuna por algo de comida y un colchón donde dormir, y él respondía siempre parco en palabras: -Cuando quieres algo de un hombre, no le pidas algo distinto- Nadie comprendía qué podía querer de ese endeble turista perdido por tierras extrañas si no era su dinero.
El extranjero hablaba bastante bien el francés, por lo que no tuvo grandes problemas para entenderse con mi familia. Todos estábamos extrañados con su presencia en el pueblecito, tan alejado del mar y cualquier cosa interesante, pero cuando le preguntábamos qué buscaba, él simplemente levantaba los hombros y con gesto de indecisión decía… -no lo sé, simplemente camino-. Nadie le comprendía, salvo mi padre que con gesto sabio afirmaba con la cabeza como si fuese la respuesta lógica a una pregunta tonta.
A los dos días de su llegada, cuando estaba a punto de abandonar el pueblo, mi padre habló con el extranjero. Necesitaba ayuda para la época de recolección que se acercaba.  Si se quedaba durante la misma, él le daría casa, comida y algo de dinero.
Los vecinos del pueblo se alarmaron. No era una persona acostumbrada a las tareas del campo y solo su comida costaría más que lo poco que podría recoger. Aún así mi padre respondía parco en palabras           –Cuando una persona quiera algo de ti, no le des otra cosa-. Ninguno comprendíamos que quería mi padre del extranjero ni el extranjero de mi padre, pero todos pensábamos que la que salía perdiendo era mi familia. No somos pobres, tenemos animales y tierras e incluso algún jornalero, pero tirar el dinero con un trabajador que apenas era capaz de recoger algunos cestos en una jornada y comía como un auténtico animal era algo que tampoco nos podíamos permitir.
-Hoy no irás a la escuela, tampoco mañana, ni pasado, te quedarás con nosotros ayudando en el campo- Me dijo padre  -Quiero además que acompañes al extranjero, enséñale nuestras plantas, nuestras canciones, nuestra vida en la aldea. Quiero que seas su anfitrión y le abras los secretos de nuestras alegrías y nuestras penas-.
Protesté, pero de poco sirvió. - Hijo –me dijo- Confió en ti. Haz con orgullo y alegría lo que te pido y complacerás a tu viejo padre. Los motivos los comprenderás a su debido tiempo-.
Despierto en un gran centro para inmigrantes. Son miles las caras que me rodean, todas negras. Oigo lenguas extrañas e intuyo países lejanos. Enseguida me rodean consejos: -miente, no hables, di que no entiendes…- Y también amenazas: -te devolverán a tu país, te meterán en la cárcel, nunca podrás trabajar- . Pero también esperanzas, coches, permisos, dinero, ayudar a familias, encontrar un lugar seguro, escapar de una guerra… Definitivamente todo es muy confuso. Decido pasar lo más desapercibido posible y me atrinchero en mi litera de la que apenas salgo para comer y dar algún paseo.
No tardan muchos días en decir mi nombre en alto y me llevan hasta una oficina donde espero paciente a entrar para una entrevista… Todos los consejos recibidos  se apelotonan en mi cabeza y no sé que les voy a decir…
El extranjero resultó ser mucho más laborioso de lo que todos pensábamos, y aunque era torpe y se cansaba con facilidad, soportó el sol y el polvo con gran entereza. Nunca llegó más tarde que el resto ni se fue antes que nadie. Yo me encargué de explicarle como recoger la cosecha, como hacer más ligera la cesta, con que plantas untarse las heridas y por la noche mi madre nos esperaba con grandes banquetes a los que invitaba a amigos y conocidos. Ahí cantábamos y contábamos viejas historias alrededor del fuego. Yo siempre vigilaba que no se sintiese solo, y le explicaba las cosas que no entendía. No sé por qué él estaba maravillado con un mundo que yo consideraba bastante normal e incluso aburrido.
Una noche, al acabar la faena, el extranjero se retiró solo a la choza que habíamos construido para él y no quiso participar de la tertulia. Al ir a preocuparme me invitó a entrar y me dijo que quería enseñarme algo. Sacó de su gran mochila un ordenador portátil. Ya había visto alguno, pero aún así siempre es un juguete muy goloso para cualquier niño. En ese ordenador el extranjero empezó a mostrarme sitios lejanos en los que había estado. México y sus más de 30 millones de habitantes, las cumbres del Annapurna, las viejas catedrales europeas… Él siempre aparecía solo, con una ligera sonrisa de satisfacción en su boca como si cada escenario supusiese el trofeo de un cazador.
Durante los días siguientes, seguí aprendiendo del mundo a través de esa pantalla. Las fotos siempre eran iguales, pero a la vez distintas: Al fondo un paisaje, él en primer plano y en su rostro una sonrisa de satisfacción.  Cada foto daba paso a una explicación, y cada explicación a una anécdota y esa anécdota crecía y crecía hasta convertirse en una aventura.
Ahora me encuentro ante tres personas. Una habla perfectamente mi lengua natal y me sirve de traductor para las otras dos… Sus preguntas son directas y frías: ¿Cuál es mi nombre? ¿Cuál es mi país? ¿En qué pueblo nací? ¿En qué fecha? Retomo el consejo de mi padre y les doy lo que quieren, la verdad. Todo transcurre con normalidad hasta que llego a la pregunta nº 35, ¿Por qué razón has decidido emigrar? ¿Razones económicas, políticas, familiares, persecución…? Reflexiono unos segundos la respuesta…
A mi mente vuelven las fotos del extranjero, y en especial una en la que con su sonrisa en primer plano se aprecia un paisaje de alta montaña con un mar de nubes desde las que emergen picos nevados. La aventura que me cuenta transcurre rodeada de hielo, frio y sendas perdidas. En mi país no existen montañas, solo planos ondulados de arena que terminan por estrellarse contra el mar por el oeste y contra un pequeño accidente geográfico por el sudoeste, pero nada parecido a la inmensidad de las catedrales de piedra que se veían en la foto. Esa noche mi padre me miró y sonrió. Yo no comprendí porqué.
Con la siguiente luna terminamos el trabajo de recolección. Los campos estaban limpios y preparados para descansar, el ganado bien alimentado y todo el pueblo lo celebramos con una gran fiesta a la que por supuesto estuvo invitado el extranjero. Como uno más comió, bailó, cantó y participó de las anécdotas que alegremente se entonaban alrededor del gran fuego. Fue sin duda un día alegre para todos.
Pero la mañana resultó amarga. El extranjero había terminado su tarea y ya había empaquetado sus cosas. Mi padre le invitó a desayunar a casa  y juntos nos dimos cuenta con tristeza que quizás nuestros caminos nunca volverían a encontrarse. Pero antes de irse el que ahora era nuestro amigo preguntó a mi padre- sé de sobra que mi trabajo apenas costaba el alimento que me dabas, y también sé los problemas que te trajo con el resto del pueblo. ¿Qué vistes en un extraño como yo para darle un trabajo que no merece un alimento que no se ganó y un techo del que no era merecedor?-
Mi padre, siempre sabio en palabras dijo: -Tus fotos son auténticos testimonios de aventuras y largos viajes, ahora yo quisiera darte algo que podrás enseñar con orgullo a tu familia y amigos cuando vuelvas a tu tierra-. Mi padre se dirigió a la habitación y trajo un pequeño paquete envuelto en papel, lo depositó en la mesa y lo abrió. Dentro había tres fotos. En la primera el extranjero compartía el trabajo de la recolección con el resto de la gente de la aldea mientras unos niños correteaban por la escena. En la segunda foto todos compartíamos alegremente una cena con una gran hoguera como protagonista. En la tercera aparecíamos él y yo mirando con curiosidad la pantalla de su ordenador.
Toma estas fotos con orgullo, podrás decirle a tu familia y a tus amigos que ahora eres amigo nuestro.  No solo has visto nuestra aldea,  además has participado de nuestras alegrías y nuestras penas,  has recogido nuestras cosechas y has compartido nuestros alimentos. Ya no tendrás que enseñar más fotos en las que solo apareces como un extraño frente a un paisaje que te es ajeno, aquí tú eres tan parte del paisaje como lo somos nosotros.
El extranjero se emocionó ante el regalo. -No sabes lo agradecido que te estoy por ofrecerme esta experiencia- Dijo acongojado, -pero sigo sin comprender que habéis ganado vosotros con esto. -Mira esta foto-, dijo mi padre señalando aquella en la que mirábamos la pantalla del ordenador.  -La mandé hacer al poco de llegar tú. Siempre vi en sus ojos un brillo especial. -Dijo refiriéndose a mí-,  siempre he intentado educarle y enseñarle todo lo necesario para que ese brillo no se apague y pueda recorrer su camino. Ahora quiero que apartes la mirada de la foto y mires al hombre que tienes sentado enfrente de ti. ¿No ves algo distinto? Su brillo se ha transformado en una autentica llama que trepita en su alma. Yo le enseñé como recorrer el camino, pero tú, amigo, le has enseñado donde empieza.
El extranjero antes de irse quiso hablar conmigo a solas. -Nunca pretendí ser tu maestro ni enseñarte ningún camino, pero ya que lo he hecho creo que lo adecuado es terminar mi trabajo-. De la bolsa sacó su precioso par de botas y un papel. -Estas botas te ayudarán a dar los primeros pasos, son muy cómodas y resistentes, seguro te harán un buen servicio, y en este papel tienes un teléfono. Cuando tu camino te traiga cerca de mi tierra no dudes en llamarme, yo mismo te enseñaré lo que quieras ver-. ¿Me enseñarás las montañas de tu tierra? Pregunto ilusionado. -Será todo un honor poder enseñarte sus secretos- Responde con una mirada paternal en el rostro.

Me vuelven a hacer la misma pregunta. -¿Por qué razón decidiste emigrar?  ¿Razones económicas, políticas, familiares, persecución…? –,- No he pasado hambre, ni miedo, ni siquiera tengo la presión de llevar dinero a casa… Simplemente camino-. Los entrevistadores se quedan un poco extrañados pero no dan importancia a mi respuesta.
Me explican cuestiones legales sobre permisos, ordenes de devolución y me hacen firmar un sinfín de papeles que apenas entiendo, pienso que hice mal al decir la verdad, y que en pocos días me encontraré de vuelta a mi país cuando me realizan la última pregunta -¿Tienes algún contacto en España?-, - Sí-, respondo ilusionado -Puedes llamarle y si está dispuesto a ayudarte te pagaremos el viaje hasta donde vive- responde el entrevistador  mientras me acerca indiferente un teléfono.  
Ya huelo la montaña, solo espero no tener que volver a nadar para alcanzarla.

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