AROMAS
Para cualquier persona escribir un cuento romantico
resulta un reto... si un relato de amor exige profundizar y rebuscar en los
recuerdos, experiencias y sentimientos vividos... ¿Cómo no herir a pasados,
presentes o futuros amores? ¿Cómo no violar la intimidad generada entre dos personas publicandola a blog en grito? En este caso, aún cuando el personaje principal se puede considerar en gran medida autobiográfico, opto como solución a este problema la
de utilizar la alquimia para transmutar a la chica a su estado mas puro, transmitiendo exclusivamente la experiencia del protagonista, ella aún siendo un personaje principal se limita a exisitir.
Por el momento este será el último cuento que cuelgue
en el blog, pues se acerca la época estival de los concursos (que
por cierto son muuuuchos menos que el año anterior, la crisis arrecia con fuerza... ) y quiero reservar el escaso
material que conservo para los mismos, haciéndome una promesa, cuento que
pierda.. cuento que se cuelga... no vallan a acabar como otro muchos
esperando un momento que nunca llega en un disco duro que luego no funciona...
SEÑORAS Y SEÑORES ESPERO LES GUSTE:
AROMAS
El autobús duerme inmóvil, empapado en la tenue luz amarilla de la
estación. La cola aún no es muy larga a
estas horas de la mañana, pero unas cuantas personas esperamos ordenadamente.
Todavía no despunta el día y
la gente se muestra cansada y somnolienta. Algunos escuchan música por los
auriculares, otros se esfuerzan por
acurrucarse dentro de sus abrigos para protegerse del frio, otros fuman a
escondidas su primer cigarro, pero nadie habla.
Solo el sonido del motor en marcha del autobús que está a punto de
partir hacia Madrid rompe la monotonía de la mañana.
Los abrazos son sinceros pero breves. Los que se van
quieren acomodarse lo antes posible en el interior para escapar del frio y
quizás echar una cabezadita. Los que se quedan tienen ganas de volver a sus
casas o prisa por llegar a sus trabajos. Unos breves acordes irrumpen por el
altavoz y una melódica voz anuncia la salida de otro autobús, primero en
castellano y finalmente en ingles. Un tintineo precede al cierre de las
puertas, el motor jadea, unas manos se afanan por hacerse ver a través de los
cristales y el autobús se va.
Todos miramos con envidia a los pasajeros que abandona la
estación, miramos el reloj, ya casi es la hora de salir. Vemos llegar al
conductor con papeles bajo el brazo, se acomoda en su asiento y a continuación
se abren las puertas de acceso.
Soy de los primeros en entrar. Observo el pasillo dividido en dos filas con dos asientos
cada una. Ya se han sentado al menos diez personas. Tal y como ordena la ley
del viajero, mientras sea posible, nadie debe sentarse junto a nadie, salvo que
lógicamente vayas acompañando a otra persona. Si ocurre como es mi caso que
existen suficientes asientos vacios, procuraré no sentarme en la fila de al
lado.
Si te ves obligado a sentarte junto a otra persona
observarás con atención su lenguaje no verbal y podrás comprobar cómo algunas disponen una
pertenencia personal en el asiento
libre, lo que indica que en caso de ser
posible te busques a otro compañero.
Este comportamiento suele manifestarse en gente joven,
puesto que la gente mayor siente vergüenza
de utilizar estas tretas.
A estas regla se le suma otras de mas laxo cumplimiento,
por ejemplo, la obligada cortesía de dejar libre el asiento a una persona que
lo necesite. O la de procurar no mantener conversaciones demasiado largas por
el móvil.
Aún así, suele suceder que alguna persona se ofusque en hacer pública su vida personal a
golpe de verborrea irradiada.
Estas chácharas pueden ser bienvenidas, pues en ocasiones
alcanzan niveles de diarrea verbal, lo
que unido al sopor matutino puede generar ataques de risa contenida entre el
resto de pasajeros.
Por esa razón, mi sitio preferido es siempre cerca de
alguien que mantiene una conversación por teléfono. Con un poco de suerte puede
tratarse de algo interesante que amenice el viaje.
Pero hoy todo el
mundo se muestra lánguido y somnoliento, así que me siento justo delante de la
puerta. Para muchos es el sitio más incomodo, y estoy seguro que en caso de
accidente el más peligroso, pues saldría proyectado sin solución contra un
hueco que agravaría el golpe. Pero en este sitio el trémulo del motor en punto
muerto confiere al cristal de la ventana una extraña vibración que me apasiona.
Ya desde muy pequeño
utilizaba el autobús para ir al colegio, y con mucha frecuencia me
sentaba en el mismo sitio, justo detrás
de la puerta. Ahí descubrí que apoyando mi cabeza contra el cristal cuando la
marcha se encontraba en punto muerto, todo mi tren superior vibraba en una
oscilación perfecta. Si entrecerraba los dientes estos castañeaban, y mientras mi frente golpeteaba el vidrio, un
agradable cosquilleo recorría mi oído interno.
Los autobuses ya no son iguales, y el traqueteo es más
sutil, o quizás yo soy más viejo, pero aún así disfruto con los ojos cerrados
de la sensación, trasladándome temporalmente a mi infancia. Mi frente replica
contra el cristal, el oído me pica… y los dientes me castañean… dulce masaje de
motor diesel.
Pero hoy no quiero sentarme en el lado de la ventanilla. El
ambiente es denso y se ha empezado a condensar el vaho en los cristales. El
olor a jerséis y chaquetas mal ventiladas atufan el aire, por lo que me cambio de asiento y ocupo el
del pasillo. Es más incomodo y no puedo apoyar la cabeza contra el cristal para
dormir, pero aún así, el aire es más limpio, y la sensación menos
claustrofóbica.
Mi cuerpo
protesta. Aunque me he desecho de la trenca también quiere quitarse el jersey.
Demasiada humedad, calor y olores para llevar un jersey de lana. Le concedo el favor y me quedo en mangas de
camisa. Soy el único, pero la realidad es que no hace frio, sino todo lo contrario. Sopeso que tendré que
volver a sufrir el proceso de vestirme cuando llegue, pero lo prefiero.
No soporto la ropa de invierno, o mejor dicho, mi cuerpo
no soporta la ropa de invierno. Me encantaría poder ir engalanado con gruesas
bufandas y ajustados jerséis de cuello alto, pero la realidad es que mi cuerpo
rechaza las prendas de abrigo como un gato rechaza una correa.
Mi torso se revela incomodo ante el peso, mi cuello se
irrita con el roce y mis brazos luchan por arremangarse. Solo la cabeza,
desprovista de pelo nada más abandonar la adolescencia, agradece ser cubierta
con gorras y pañuelos, seguramente porque desde muy pequeño la acostumbré a las
largas melenas, y ahora se muestra pudorosa ante el resto, aunque todos me dicen
que tengo un cráneo bonito… En fin… a falta de pelo… bueno es un cráneo bonito.
Mi codo izquierdo se apoya en el reposabrazos mientras mi
cabeza se inclina hacia el pasillo apoyada en mi mano extendida buscando el
aire limpio que entra por la puerta abierta.
El aire parece menos viciado. Cambio de postura
apoyándome contra el cristal y acomodo mis piernas en el asiento de al lado,
con cuidado de que no sobresalgan para no ser visto por el conductor que seguro
me llamarían la atención por mi
inapropiada posición en caso de ser descubierto.
Cierro los ojos y me relajo intentando conciliar el
sueño. Con suerte podré dormir una media hora antes de llegar a Oviedo. Me tapo
con el jersey, acurrucándome bajo su perfume a recién lavado y poco a poco voy distanciándome del pequeño
mundo que me rodea. A lo lejos, oigo el susurro de una conversación y el
murmullo de una canción que suena a través de unos auriculares. Deduzco, sin
abrir los ojos, que la música viene de la fila de atrás y que la conversación
tiene lugar posiblemente unas filas más adelante.
Entre estos dos mundos, creí, durante una millonésima
parte de segundo, recordarla. Su olor
volvió a mi memoria y sentí como me rozaba levemente. Era dulce y profundo. Un
aroma a cuerpo capaz de activar deseos y
sentimientos haciendo de mi cerebro el resorte
de un mecánico juguete de hojalata. Me sentí feliz y pude llegar a ver su cara
en la fantasía de mi mente somnolienta.
No sabría decir cuánto tiempo paso, quizás segundos,
quizás minutos o tal vez siglos, pero entonces, mientras mi sentidos aún se deleitaban
con la anterior experiencia, una bocana profunda y densa rebotó contra el
cristal, ascendió por el jersey y se introdujo por mi nariz, precipitándose
caldeado por toda la cavidad nasal, empapándose de humedad y calor, retozando
contra pelos, membranas y mucosas para finalmente desparramarse sobre todos y
cada uno de los cilios de mis células olfativas.
Instintivamente abro los ojos. El estómago rebota, el
corazón digiere, mi nariz piensa y mi cabeza huele.
La impresión ha entrecortado mi respiración. Muevo
ligeramente la cabeza asombrado y busco la fuente, pero estoy muy
nervioso. Mi respiración está acelerada
y me impide oler. Decido relajarme. Hecho todo el aire, mantengo la apnea
durante unos segundos y entonces lleno lentamente los pulmones… Me desparramo
mareado sintiendo su olor por toda la cabeza Discretamente intento atraparlo
con las manos. Abro la boca. Siento ligero y perturbador su sabor. No lo dejo
escapar. Juego con él entre la boca y la nariz, aspirando, oliendo y saboreando
su dulce presencia.
Es el olor de su estela. Si la vieses venir de lejos te
fijarías, te llamaría la atención y quizás querrías saber a qué huele. Entonces
te prepararías. Ella vendría alegre y distraída y cuando estuviese a tu altura,
echarías todo el aire de tus pulmones, darías un paso, luego dos y al tercero
notarías en tu piel el impacto de las turbulencias en el aire, y seguidamente
su perfume te avasallaría. Sabrías sin
lugar a dudas que la quieres. Química perfecta que crea el amor verdadero a
base de hormonas y vapores.
Que apaguen la música,
borren los cuadros, quemen las fotos y olviden los poemas. Falsos
profetas de la perfección que ven en objetos desprovistos de alma la belleza
que solo un cuerpo vivo puede emanar.
Adoradores de falsos ídolos. Víctimas de las tendencias y
la prisión cultural. Se esfuerzan en estudiar la belleza. Quieren crearla,
medirla, promocionarla, comercializarla… Ignoran que la auténtica belleza es
innata, que desconoce las barreras culturales, las religiones, los gustos o las
tendencias. Es pura y noble como el cuerpo del que proviene, y su
mera presencia turba de igual manera el alma de un perro o un hombre.
Imagino una sala, sin música, sin luz, sin voces ni
texturas. Intuyo el cuerpo desnudo que me perturba. Su aura impregna toda la
estancia en un velo invisible, sin manos con las que palpar, solo con mi fosa
nasal, atisbo el origen y me acerco cauteloso a la fuente del olor.
Percibo la fresca fragancia de su pelo que ondea
arremolinado en una brisa matinal de una playa en la mañana. Enredo mi nariz en el nudo de cabellos
diferenciando el olor del salitre del de su ser. Me deleito y me doy un tiempo
hasta que valiente desciendo por su cuello, sabroso y dulce, y percibo los tenues matices que se acumulan
detrás de las orejas.
Me sitúo debajo
del mentón para descender lentamente hasta sentir el cálido movimiento de sus pechos. Por mi
garganta desciende un suave sabor salado. Mi nariz orbita uno de sus pezones
una y otra vez, capturando, plasmando y disfrutando su intocable presencia
hasta que imaginariamente soy capaz de reconstruir su afrutada forma.
Algo inaudible me llama, es su boca. Aspirando asciendo otra vez.
Primero el torso y luego el cuello. Supero el mentón hasta que un vaho tibio y
denso impacta contra mi boca. Me
excito. Respiro alternativamente por
boca y nariz. Siento que me ahogo y me cuesta respirar. Intercalo inspiraciones y espiraciones
mientras más y más abro la boca con la intención de capturar todo el aire que
emana de sus pulmones. Deseo besarla, tastar todo su sabor, su dulce, denso y
embriagador sabor, pero este museo solo es del olor…
Vuelvo a abrir los ojos. Noto que he sufrido una
erección. Mi pene encontró un mullido
hueco entre los pliegues del pantalón y mi cadera. Débilmente lo impulsa y
comprime. Afortunadamente el jersey disimula la escena y mi
intimidad sigue inviolada.
No lo soporto más. Deseo mirar y comprobar que ahí no
está. Me siento recto y firme como mandan los cánones. Hago acopio de valentía y con un gesto
indiscreto miro de forma directa y sin disimulos a las personas que se sientan
detrás de mí… No la veo, pero aún así, escudriño los rostros e intento
localizar al usurpador que lleva su alma sin permiso ni licencia.
Decepcionado recupero mi posición en el asiento. El tren
aún no ha partido, y un último pasajero entra en el vagón.
Viejo y ruin, se sienta a mi lado. Apesta a resaca, pobreza y hoguera. Empotro
la cabeza contra el cristal intentando encontrar una bocanada de aire fresco
que me libre de su presencia.
Pienso en el autobús como elemento de democracia, que
acepta en sus entrañas a todo el que pueda pagar el precio del viaje sin
preguntar quién es, que ha hecho o como vive. Que obliga a estudiantes, trabajadores,
empresarios, pobres y ricos a ver la realidad del que se sienta al lado.
El asiento es igual de cómodo para todos, las ventanillas
igual de amplias, el traqueteo igual de rítmico, los túneles igual de oscuros.
Todos lo conocemos y amamos, a todos nos acerca de igual manera a nuestro
destino, o nos aleja de nuestros deseos.
No le importa si me acompaña la mujer de mi vida o un
hediondo vagabundo. Él solo quiere cumplir leal su objetivo.
Cierro los ojos e imagino otra sala en mi museo de
olores. En esta solo estoy yo. Primero
aprecio mis manos, aquejadas al olor a humo de una hoguera de plásticos,
cartones y basura, que momentos antes me han aliviado la fría soledad de las
noches de pobreza. De mi pecho emanan efluvios rancios del alcohol mal digerido
y vomitado durante interminables noches de delirios adictivos. Mis pantalones
guardan el calor del perro con el que duermo y me sirve de calefacción. El
denso calor de la manta que me arropa me recuerda la difícil encrucijada; o
soportar su olor, o enfrentarme al frio helado de la noche sin techo.
Abro los ojos. La escena me ha mareado y siento
nauseas. Miró desafiante a mi compañero
de asiento. Él me devuelve la mirada de forma directa, cree saber lo que
pienso, cree que lo odio por lo que es, por lo que bebe, por lo que come… por cómo
vive.
Pero la realidad es que lo odio porque con su presencia
ha destruido la más pura y verdadera belleza, obligándome a convivir con su
infierno y haciéndome participe directo
de su fracaso personal.
No puedo seguir odiándole. En él veo reflejado el temor de toda persona
al fracaso, a la adicción, a la enfermedad. Sus ojos no son otra cosa que el
espejo en donde veo las consecuencias de una vida no elegida. La espada de
Damocles de una enfermedad mental que quizás todos padecemos pero solo algunos
manifiestan.
Quién sabe si mi presencia, en alguna ocasión, perturbó a
alguien o si mi colonia mató el recuerdo de otra persona y, sin saberlo, yo también fui objeto de odio.
Decido rendirme y me escudo en el olor de mi jersey,
ahondando mi nariz en su fresco perfume. Así consigo pasar los veinte minutos
que dura el viaje.
Cuando llegamos a Oviedo me levanto el primero, y salgo rápidamente. El aire fresco de la ciudad limpia el recuerdo del mal viaje.
No puedo evitar distraerme en la puerta de salida
intentando encontrar su cara entre los anónimos pasajeros que indiferentes
pasan a mi lado.
Pero evidentemente
Ella No está.
Qué bonito!
ResponderEliminarMuchas gracias :-D
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