Enelimaginario

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viernes, 22 de junio de 2012

AROMAS -Cuento romantico y de viajes-

AROMAS









Para cualquier persona escribir un cuento romantico resulta un reto... si un relato de amor exige profundizar y rebuscar en los recuerdos, experiencias y sentimientos vividos... ¿Cómo no herir a pasados, presentes o futuros amores? ¿Cómo no violar la intimidad generada entre dos personas publicandola a blog en grito? En este caso, aún cuando el personaje principal se puede considerar en gran medida autobiográfico, opto como solución a este problema la de utilizar la alquimia para transmutar a la chica a su estado mas puro, transmitiendo exclusivamente la experiencia del protagonista, ella aún siendo un personaje principal se limita a exisitir. 
 
Por el momento este será el último cuento que cuelgue en el blog, pues se acerca la época estival de los concursos (que por cierto son muuuuchos menos que el año anterior, la crisis arrecia con fuerza... ) y quiero reservar el escaso material que conservo para los mismos, haciéndome una promesa, cuento que pierda.. cuento que se cuelga... no vallan a acabar como otro muchos esperando un momento que nunca llega en un disco duro que luego no funciona...

SEÑORAS Y SEÑORES ESPERO LES GUSTE:


AROMAS





El autobús duerme inmóvil,  empapado en la tenue luz amarilla de la estación.  La cola aún no es muy larga a estas horas de la mañana, pero unas cuantas personas esperamos ordenadamente. 

Todavía no despunta el día y la gente se muestra cansada y somnolienta. Algunos escuchan música por los auriculares, otros se esfuerzan  por acurrucarse dentro de sus abrigos para protegerse del frio, otros fuman a escondidas su primer cigarro, pero nadie habla.  Solo el sonido del motor en marcha del autobús que está a punto de partir hacia Madrid rompe la monotonía de la mañana.

             Los abrazos son sinceros pero breves. Los que se van quieren acomodarse lo antes posible en el interior para escapar del frio y quizás echar una cabezadita. Los que se quedan tienen ganas de volver a sus casas o prisa por llegar a sus trabajos. Unos breves acordes irrumpen por el altavoz y una melódica voz anuncia la salida de otro autobús, primero en castellano y finalmente en ingles. Un tintineo precede al cierre de las puertas, el motor jadea, unas manos se afanan por hacerse ver a través de los cristales y el autobús se va.
Todos miramos con envidia a los pasajeros que abandona la estación, miramos el reloj, ya casi es la hora de salir. Vemos llegar al conductor con papeles bajo el brazo, se acomoda en su asiento y a continuación se abren las puertas de acceso.

            Soy de los primeros en entrar. Observo el  pasillo dividido en dos filas con dos asientos cada una. Ya se han sentado al menos diez personas. Tal y como ordena la ley del viajero, mientras sea posible, nadie debe sentarse junto a nadie, salvo que lógicamente vayas acompañando a otra persona. Si ocurre como es mi caso que existen suficientes asientos vacios, procuraré no sentarme en la fila de al lado.

Si te ves obligado a sentarte junto a otra persona observarás con atención su lenguaje no verbal  y podrás comprobar cómo algunas disponen una pertenencia personal  en el asiento libre, lo que indica  que en caso de ser posible te busques a otro compañero.
Este comportamiento suele manifestarse en gente joven, puesto que la gente mayor  siente vergüenza de utilizar estas tretas.
A estas regla se le suma otras de mas laxo cumplimiento, por ejemplo, la obligada cortesía de dejar libre el asiento a una persona que lo necesite. O la de procurar no mantener conversaciones demasiado largas por el móvil.
Aún así, suele suceder que alguna persona  se ofusque en hacer pública su vida personal a golpe de verborrea irradiada.

            Estas chácharas pueden ser bienvenidas, pues en ocasiones alcanzan niveles de diarrea verbal,  lo que unido al sopor matutino puede generar ataques de risa contenida entre el resto de pasajeros.

             Por esa razón, mi sitio preferido es siempre cerca de alguien que mantiene una conversación por teléfono. Con un poco de suerte puede tratarse de algo interesante que amenice el viaje.

             Pero hoy  todo el mundo se muestra lánguido y somnoliento, así que me siento justo delante de la puerta. Para muchos es el sitio más incomodo, y estoy seguro que en caso de accidente el más peligroso, pues saldría proyectado sin solución contra un hueco que agravaría el golpe. Pero en este sitio el trémulo del motor en punto muerto confiere al cristal de la ventana una extraña vibración que me apasiona. 

              Ya desde muy pequeño  utilizaba el autobús para ir al colegio, y con mucha frecuencia me sentaba en el mismo sitio,  justo detrás de la puerta. Ahí descubrí que apoyando mi cabeza contra el cristal cuando la marcha se encontraba en punto muerto, todo mi tren superior vibraba en una oscilación perfecta. Si entrecerraba los dientes estos castañeaban, y  mientras mi frente golpeteaba el vidrio, un agradable cosquilleo recorría mi oído interno.
Los autobuses ya no son iguales, y el traqueteo es más sutil, o quizás yo soy más viejo, pero aún así disfruto con los ojos cerrados de la sensación, trasladándome temporalmente a mi infancia. Mi frente replica contra el cristal, el oído me pica… y los dientes me castañean… dulce masaje de motor diesel. 

Pero hoy no quiero sentarme en el lado de la ventanilla. El ambiente es denso y se ha empezado a condensar el vaho en los cristales. El olor a jerséis y chaquetas mal ventiladas atufan el aire,  por lo que me cambio de asiento y ocupo el del pasillo. Es más incomodo y no puedo apoyar la cabeza contra el cristal para dormir, pero aún así, el aire es más limpio, y la sensación menos claustrofóbica.
 Mi cuerpo protesta. Aunque me he desecho de la trenca también quiere quitarse el jersey. Demasiada humedad, calor y olores para llevar un jersey de lana.  Le concedo el favor y me quedo en mangas de camisa. Soy el único, pero la realidad es que no hace frio, sino  todo lo contrario. Sopeso que tendré que volver a sufrir el proceso de vestirme cuando llegue, pero lo prefiero.

                 No soporto la ropa de invierno, o mejor dicho, mi cuerpo no soporta la ropa de invierno. Me encantaría poder ir engalanado con gruesas bufandas y ajustados jerséis de cuello alto, pero la realidad es que mi cuerpo rechaza las prendas de abrigo como un gato rechaza una correa.

                 Mi torso se revela incomodo ante el peso, mi cuello se irrita con el roce y mis brazos luchan por arremangarse. Solo la cabeza, desprovista de pelo nada más abandonar la adolescencia, agradece ser cubierta con gorras y pañuelos, seguramente porque desde muy pequeño la acostumbré a las largas melenas, y ahora se muestra pudorosa ante el resto, aunque todos me dicen que tengo un cráneo bonito… En fin… a falta de pelo… bueno es un cráneo bonito.

                  Mi codo izquierdo se apoya en el reposabrazos mientras mi cabeza se inclina hacia el pasillo apoyada en mi mano extendida buscando el aire limpio que entra por la puerta abierta. 

                   El aire parece menos viciado. Cambio de postura apoyándome contra el cristal y acomodo mis piernas en el asiento de al lado, con cuidado de que no sobresalgan para no ser visto por el conductor que seguro me llamarían la atención por  mi inapropiada posición en caso de ser descubierto. 

                    Cierro los ojos y me relajo intentando conciliar el sueño. Con suerte podré dormir una media hora antes de llegar a Oviedo. Me tapo con el jersey, acurrucándome bajo su perfume a recién lavado  y poco a poco voy distanciándome del pequeño mundo que me rodea. A lo lejos, oigo el susurro de una conversación y el murmullo de una canción que suena a través de unos auriculares. Deduzco, sin abrir los ojos, que la música viene de la fila de atrás y que la conversación tiene lugar posiblemente unas filas más adelante.

                     Entre estos dos mundos, creí, durante una millonésima parte de segundo, recordarla.  Su olor volvió a mi memoria y sentí como me rozaba levemente. Era dulce y profundo. Un aroma  a cuerpo capaz de activar deseos y sentimientos haciendo de  mi cerebro el resorte de un mecánico juguete de hojalata. Me sentí feliz y pude llegar a ver su cara en la fantasía de mi mente somnolienta.

                   No sabría decir cuánto tiempo paso, quizás segundos, quizás minutos o tal vez siglos, pero entonces, mientras mi sentidos aún se deleitaban con la anterior experiencia, una bocana profunda y densa rebotó contra el cristal, ascendió por el jersey y se introdujo por mi nariz, precipitándose caldeado por toda la cavidad nasal, empapándose de humedad y calor, retozando contra pelos, membranas y mucosas para finalmente desparramarse sobre todos y cada uno de los cilios de mis células olfativas. 

                   Instintivamente abro los ojos. El estómago rebota, el corazón digiere, mi nariz piensa y mi cabeza huele.

                   La impresión ha entrecortado mi respiración. Muevo ligeramente la cabeza asombrado y busco la fuente, pero estoy muy nervioso.  Mi respiración está acelerada y me impide oler. Decido relajarme. Hecho todo el aire, mantengo la apnea durante unos segundos y entonces lleno lentamente los pulmones… Me desparramo mareado sintiendo su olor por toda la cabeza Discretamente intento atraparlo con las manos. Abro la boca. Siento ligero y perturbador su sabor. No lo dejo escapar. Juego con él entre la boca y la nariz, aspirando, oliendo y saboreando su dulce presencia. 

                     Es el olor de su estela. Si la vieses venir de lejos te fijarías, te llamaría la atención y quizás querrías saber a qué huele. Entonces te prepararías. Ella vendría alegre y distraída y cuando estuviese a tu altura, echarías todo el aire de tus pulmones, darías un paso, luego dos y al tercero notarías en tu piel el impacto de las turbulencias en el aire, y seguidamente su perfume te avasallaría.  Sabrías sin lugar a dudas que la quieres. Química perfecta que crea el amor verdadero a base de hormonas y vapores.

                      Que apaguen la música,  borren los cuadros, quemen las fotos y olviden los poemas. Falsos profetas de la perfección que ven en objetos desprovistos de alma la belleza que solo un cuerpo vivo puede emanar.

                     Adoradores de falsos ídolos. Víctimas de las tendencias y la prisión cultural. Se esfuerzan en estudiar la belleza. Quieren crearla, medirla, promocionarla, comercializarla… Ignoran que la auténtica belleza es innata, que desconoce las barreras culturales, las religiones, los gustos o las tendencias.  Es pura  y noble como el cuerpo del que proviene, y su mera presencia turba de igual manera el alma de un perro o un hombre.

                     Imagino una sala, sin música, sin luz, sin voces ni texturas. Intuyo el cuerpo desnudo que me perturba. Su aura impregna toda la estancia en un velo invisible, sin manos con las que palpar, solo con mi fosa nasal, atisbo el origen y me acerco cauteloso a la fuente del olor.

                    Percibo la fresca fragancia de su pelo que ondea arremolinado en una brisa matinal de una playa en la mañana.  Enredo mi nariz en el nudo de cabellos diferenciando el olor del salitre del de su ser. Me deleito y me doy un tiempo hasta que valiente desciendo por su cuello, sabroso y dulce, y  percibo los tenues matices que se acumulan detrás de las orejas.

                    Me sitúo debajo del mentón para descender lentamente hasta sentir  el cálido movimiento de sus pechos. Por mi garganta desciende un suave sabor salado. Mi nariz orbita uno de sus pezones una y otra vez, capturando, plasmando y disfrutando su intocable presencia hasta que imaginariamente soy capaz de reconstruir su afrutada forma.

                   Algo inaudible me llama, es su boca.  Aspirando asciendo otra vez. Primero el torso y  luego el cuello.  Supero el mentón hasta que un vaho tibio y denso impacta contra mi boca.  Me excito.  Respiro alternativamente por boca y  nariz. Siento que me ahogo y me cuesta respirar.  Intercalo inspiraciones y espiraciones mientras más y más abro la boca con la intención de capturar todo el aire que emana de sus pulmones. Deseo besarla, tastar todo su sabor, su dulce, denso y embriagador sabor, pero este museo solo es del olor…

                  Vuelvo a abrir los ojos. Noto que he sufrido una erección.  Mi pene encontró un mullido hueco entre los pliegues del pantalón y mi cadera. Débilmente lo impulsa y comprime.  Afortunadamente el jersey disimula la escena y mi intimidad sigue inviolada.

                 No lo soporto más. Deseo mirar y comprobar que ahí no está. Me siento recto y firme como mandan los cánones.  Hago acopio de valentía y con un gesto indiscreto miro de forma directa y sin disimulos a las personas que se sientan detrás de mí… No la veo, pero aún así, escudriño los rostros e intento localizar al usurpador que lleva su alma sin permiso ni licencia.

                Decepcionado recupero mi posición en el asiento. El tren aún no ha partido, y un último pasajero entra en el vagón.
 
              Viejo y ruin, se sienta a mi lado.  Apesta a resaca, pobreza y hoguera. Empotro la cabeza contra el cristal intentando encontrar una bocanada de aire fresco que me libre de su presencia.

               Pienso en el autobús como elemento de democracia, que acepta en sus entrañas a todo el que pueda pagar el precio del viaje sin preguntar quién es, que ha hecho o como vive. Que obliga a estudiantes, trabajadores, empresarios, pobres y ricos a ver la realidad del que se sienta al lado.

               El asiento es igual de cómodo para todos, las ventanillas igual de amplias, el traqueteo igual de rítmico, los túneles igual de oscuros. Todos lo conocemos y amamos, a todos nos acerca de igual manera a nuestro destino, o nos aleja de nuestros deseos.
No le importa si me acompaña la mujer de mi vida o un hediondo vagabundo. Él solo quiere cumplir leal su objetivo.

Cierro los ojos e imagino otra sala en mi museo de olores. En esta solo estoy yo.  Primero aprecio mis manos, aquejadas al olor a humo de una hoguera de plásticos, cartones y basura, que momentos antes me han aliviado la fría soledad de las noches de pobreza. De mi pecho emanan efluvios rancios del alcohol mal digerido y vomitado durante interminables noches de delirios adictivos. Mis pantalones guardan el calor del perro con el que duermo y me sirve de calefacción. El denso calor de la manta que me arropa me recuerda la difícil encrucijada; o soportar su olor, o enfrentarme al frio helado de la noche sin techo.
Abro los ojos. La escena me ha mareado y siento nauseas.  Miró desafiante a mi compañero de asiento. Él me devuelve la mirada de forma directa, cree saber lo que pienso, cree que lo odio por lo que es, por lo que bebe, por lo que come… por cómo vive.

               Pero la realidad es que lo odio porque con su presencia ha destruido la más pura y verdadera belleza, obligándome a convivir con su infierno  y haciéndome participe directo de su fracaso personal.

              No puedo seguir odiándole.  En él veo reflejado el temor de toda persona al fracaso, a la adicción, a la enfermedad. Sus ojos no son otra cosa que el espejo en donde veo las consecuencias de una vida no elegida. La espada de Damocles de una enfermedad mental que quizás todos padecemos pero solo algunos manifiestan.

             Quién sabe si mi presencia, en alguna ocasión, perturbó a alguien o si mi colonia mató el recuerdo de otra persona  y, sin saberlo, yo también fui objeto de odio.

             Decido rendirme y me escudo en el olor de mi jersey, ahondando mi nariz en su fresco perfume. Así consigo pasar los veinte minutos que dura el viaje.

             Cuando llegamos a Oviedo me levanto el primero, y  salgo rápidamente.  El aire fresco de la ciudad  limpia el recuerdo del mal viaje.

             No puedo evitar distraerme en la puerta de salida intentando encontrar su cara entre los anónimos pasajeros que indiferentes pasan a mi lado.

                                             Pero evidentemente

                                                                 Ella No está.

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