DE LOS TRABAJADORES SOCIALES “MAS ALLÁ DEL MURO”
Aún con la piel caldeada por el sol de Ibiza, observo
adormilado por la ventanilla del avión el paisaje que más abajo se desliza con
pasmosa fluidez. Los campos de Castilla
y León se muestran monótonos. Los pueblos, como pequeños reinos, emergen lejanos
unos de otros, instalando entre sus fronteras grandes extensiones de cultivo.
Observo por curiosidad el altímetro de mi reloj, el cual me desvela que estamos
a aproximadamente unos 2545 metros de altura. Me invade la duda, ¿estaremos
volando realmente a esa altura, o es que se presuriza la cabina para confort de los pasajeros? Sin ninguna otra referencia
visual que la planicie que se extiende a nuestros pies, y sin la posibilidad de
consultar en Google me propongo
buscar esta información según pueda encender el teléfono.
La tarde avanza. El sol inicia el ocaso en su deriva hacia
el oeste cuando de forma brusca emerge ante nosotros el macizo montañoso de la
Cordillera Cantábrica. Esta ruptura de paisaje produce la admiración y
exclamación de los pasajeros. Noto inmediatamente dos tipos de reacciones, la
de los turistas que vienen a Asturias, que con admiración exclaman,
impresionados por las altas cumbres, y por otro lado la de los propios asturianos,
que con cierto desasosiego entienden esta frontera como el fin de sus
vacaciones y la vuelta al frío y la lluvia.
Oigo exclamar a mi mujer - ¡es que es igual que el Muro!-,
en clara alusión a la saga “Juego de Tronos”.
Otra persona le da la razón -Tal cual parece que se haya basado en esto-.
Efectivamente, no puedo evitar imaginarme a mí y a los míos, como unos bravos
“Norteños”, que tras un largo viaje por las “Tierras de Verano” regresan a su
fría y natal “Invernalia”.
El niño que se sienta delante de mí se muestra especialmente
ilusionado con la visión de los grandes picos. Me animo, con permiso de su
padre, a explicar al pequeño las características antropofísicas del paisaje…
Desde la altura no me cuesta situar al oeste Los Ancares, al este la sierra del
Sueve, y un poco más a lo lejos Picos de Europa. Tras explicarle de forma breve
que la altura de los picos ronda los 2500 metros, lo cual resulta
impresionante pues a solo unos pocos kilómetros tenemos situado el mar, le
señalo los neveros, los cuales confundía
con nubes, y le indico de forma anecdótica que aún en julio se puede ver nevar
a tales cotas de altitud. El padre pone en duda tal afirmación -¿Cómo va a
nevar en Julio?-. Afortundamente guardo
en el móvil una noticia fotografiada del 4 de julio en la que se indica que se
esperan nevadas para Picos de Europa. El
padre, tras comprobar la veracidad de la información, se muestra claramente
sorprendido. -¡Bienvenidos al Norte!- exclamo guiñándole un ojo. Y ya sabes…
ponte una rebequita que por la noche refresca.
Rápidamente atravesamos el grueso del macizo en dirección
norte y se puede observar claramente como las nubes provenientes del mar se
estrellan contra las montañas, las cuales les impiden el paso, y como si de un
flujo liquido atrapado en una presa se tratase, se acumulan sin piedad,
tapizando de blanco el cielo que hasta hacía solo unos segundos estaba
completamente limpio de nubes. El
pequeño exclama y me pregunta si eso es nieve. Le explico el característico fenómeno y cómo gracias a él nos beneficiamos de
abundantes lluvias, pues la humedad no puede escapar al otro lado de las
montañas.
Finalmente emergen entre los escasos claros los verdes
valles que ocupan la franja situada entre las montañas y el mar. Dentro,
ya con el sol en pleno ocaso, podemos observar sin dificultad que aquí la gente
no vive apiñada en concentraciones urbanas rodeadas de campos de cultivo. Son
pequeños pueblos que en su mayor parte solo son un puñado de casas que puntean todo
el paisaje. Se observa que, a modo de dientes de león en
un prado verde, las casas se sitúan desordenadamente por todo el paisaje, sin
poder llegar a diferenciarse con claridad donde acaba un pueblo y donde empieza
otro. Solo las cumbres altas y majestuosas que dividen los valles están exentas de tales construcciones.
¡MIRA CUANTAS CASAS, ESTÁN POR TODOS LADOS! Exclama el padre
admirado. No puedo ahorrarme la explicación. Las personas que nos enfrentamos en nuestro
día a día a ese entorno sabemos que, lejos de ser una zona tan habitada como a
priori puede parecer, se trata de un autentico “Desierto Verde”.
En los encuentros, congresos y cualquier otro evento donde
nos reunamos trabajadores sociales de toda España, los “norteños” siempre
emergemos criticando que las políticas
nunca tienen en cuenta la “dispersión geográfica de la población”. Los “sureños”
siempre nos devuelven una tibia sonrisa y nos contestan - “Cada zona tiene sus
propias complejidades”-, una forma cortés de decir que cada uno tiene sus
problemas y tiene que apañárselas. Creo que esta falta de empatía y comprensión tanto
de políticos como de profesionales y población en general hacia esta negra sombra,
que de forma rápida está desertizando nuestros verdes valles, es culpa única y
exclusivamente nuestra, “los habitantes
más allá del Muro”. Nos obcecamos en terminologías abstracta como “dispersión geográfica”
y “entorno rural” sin llegar nunca a trasmitir la realidad de lo que está
sucediendo dentro en nuestro propio entorno, y quizás la conversación que
mantuve con la familia del avión sirva para escenificar las dificultades con
las que tenemos que lidiar.
Cuando hablamos de desierto evidentemente nos viene a la
cabeza las zonas secas y yermas del planeta calcinadas por el sol. Incluso alguna persona algo más informada
sabrá que las regiones polares son regiones desérticas, pues pese al hielo,
tienen muy poca precipitación, es decir, apenas nieva. Incluso si nos referimos
a la gran fuente de información del siglo XXI que es la Wikipedia encontramos
la rotunda definición: “Biomasa que recibe poca precipitación”. Algo que
evidentemente y tal como relaté en mis observaciones desde el avión no sucede
aquí, en el frío norte, donde las abundantes lluvias y el clima invernal puede
incluso aparecer en meses de verano.
Pero esa solo es la definición, limitada a nuestra
concepción como bio-masa. Si buscamos más profundamente, los sinónimos y otros
significados de la RAE lo deja bien claro. Desierto viene del latín “desertus”
y significa “despoblado, solo, inhabitado”, por lo que podemos concluir que la
expresión “desierto verde” es completamente apropiada para la zona que nos
ocupa.
Cuando el padre se maravilló por la cantidad de casas que se
podía apreciar desde el aire, yo le realicé lo que creo es una correcta
observación… -No te dejes engañar, la mayor parte del territorio esta
deshabitado. Pueblos enteros están
abandonados y te puedo decir por experiencia que en ciertos lugar, encontrar a
una persona se puede convertir en todo un reto. Todas esas casas que ves no son
más que la huella humana que en momentos puntales dejó el ser humano sobre el
terreno-.
El padre nuevamente puso en duda mi observación. –Yo veraneo
en un pueblo de montaña y te puedo asegurar que está lleno de gente-.
Y esta otra observación, aún aparentemente contradictoria a
la mía, es también cierta, pero insistí en el hecho de que es la huella que puntualmente
dejamos en el terreno.
En todos los desiertos existen momentos en los que las
escasas lluvias, o una climatología puntualmente propicia, hace emerger la
vida, y durante unos días, lo que antes era arena, se convierte en verdes
praderas rebosantes de vida. A nuestro desierto deshabitado, también le ocurre
lo mismo con la llegada del verano.
Familiares, turistas y toda una
horda de urbanitas en general se abalanzan en busca de una casita perdida en el
monte donde poder sentirse un poco más cerca de la naturaleza. Así que la
perspectiva de pueblos llenos de gente en verano puede llevar a confusión a más
de uno.
Pero pequeños niños del verano, cuando el invierno se
abalanza sobre nuestros montes, cuando la nieve tapiza nuestros valles y la lluvia se convierte en una constante con
la que tenemos que convivir durante meses, os puedo
asegurar que el panorama es
completamente distinto.
Mi trabajo consiste en visitar a personas dependientes
(generalmente personas mayores) que
anclados estoicamente a sus raíces y las casas que les vieron nacer, viven
dentro de ese desierto. No es extraño,
sino habitual, que esa persona sea la única habitante del pueblo, y que todas
esas casas que silenciosas decoran el paisaje se muestren cerradas a cal y
canto, con las persianas bajadas y los jardines descuidados, a la espera de sus legítimos dueños, que
centralizados en grandes urbes ocupan sus horas en grises despachos esperando
la vuelta del verano.
Es tal la desertificación de ciertas zonas que tiene sus propias reglas de orientación. Cuando no conocemos la casa o el pueblo que
buscamos, hacemos caso omiso del GPS y
los mapas, pues sus confusiones pueden ser terriblemente peligrosas, llevándote
por precipicios y carreteras sin salida. Yo me sitúo
en el punto más alto de la zona, me calzo mi abrigo de invierno, y salgo fuera
del coche. Ahí oteo las casas una por
una, y hago el rastreo más primitivo de civilización, el humo, que me indica
qué casa es a la que tengo que llamar para localizar a mi anacoreta usuario.
El padre del niño piensa que exagero, pero observo que el pequeño me mira
maravillado, imaginándome como un Siux encaramado a lo alto de un peñasco en busca
de esa hoguera delatora, así que le doy
la siguiente lección de supervivencia en el desierto verde aumentando mi dosis
de espectacularidad: -Te voy a dar un consejo que todo turista tiene que saber.
Si te pierdes y sientes la fatal sensación de soledad por una carretera sin
señalizar que solo atraviesa pueblos vacios sin encontrar a nadie que te
oriente y piensas que cada vez estás más perdido, siéntate y espera a la una de
la tarde-. -¿A la una de la tarde?- pregunta extasiado el niño-. Es a la hora a la que la gente saca las vacas
de los prados, justo antes de comer, a la una.
Lo que parecen solitarias carreteras se convierte por arte de magia en
una interminable procesión de vacas y pastores, que con delicadeza conducen a
sus reses de vuelta a la cuadra. Este consejo ha de tomarse también a la
inversa- le indico al padre, -si tienes
prisa, nunca pretendas salir a la una, pues perderás un tiempo precioso observando el
hipnótico bamboleo de los cuartos traseros de un rumiante-.
El padre sigue pensando que exagero, pero al niño ya solo le queda pedir una
libreta para tomar nota.
Dejo constancia, cuando continuo con mi lección, que el
hecho que a continuación voy a relatar es completamente verídico y puede ser
cotejado por los otros dos testigos de mi aventura.- Tengo por afición, el perderme por los valles más aislados de la geografía gallega,
puntos alejados de cualquier encanto para el turismo y otros montañeros. No fue
lejos de Lugo donde, tras subir una
montaña bastante poco atractiva, decidimos bajar hasta el valle a través de lo
que el GPS nos decía era un camino ancho y bien definido. Pocas horas después,
mis dos compañeros y yo nos encontramos, machete en mano, cortando zarzas y
demás hierbas, maldiciendo al aparato del demonio y a nosotros mismos por confiarnos en exceso.
En nuestra ruta atravesamos dos pueblos, ya completamente ahogados por la
maleza, pero al final encontramos la delatora señal de civilización, el humo en una
chimenea lejana. Anocheciendo, conseguimos llegar hasta la casa. Cansados,
mojados, arañados, salió a nuestro encuentro
un hombre fornido, grande, como diríamos,
todo un chicarrón del norte, nos recibió sorprendido.
Sorprendido en primer lugar porque pensó estar alucinando al
observar luces que deambulaban por la maleza,
entre los pueblos abandonados, lo que sin duda es, al anochecer,
indicador sin errata de que la Santa Campaña se estaba dejando ver por el valle
y que esa noche se tiene que dormir con los postigos puestos y la santa cruz en
el pecho.
Sorprendido en segundo lugar de que las luces no escondían rostros
cadavéricos, sino jóvenes y lozanos cuerpos, aunque un tanto magullados y muy
mojados.
Sorprendido en tercer lugar porque hacía quince días que nadie se dejaba
caer por su pueblo. –Llevo quince días sin ver a nadie por aquí. Solo veo a los
parroquianos cuando bajo al pueblo a comprar cosas- fue su delatadora
explicación-.
El niño dejó caer la mandíbula , mientras el padre ya me
consideraba quizás el más grande de los pedantes, pero eso no me impidió terminar con la
historia.
-Agradecido por la inesperada visita, el hombre nos ofreció
techo donde dormir. Nos negamos, pues nuestra intención era disfrutar al máximo
del entorno, lo que incluye dormir en algún
bosque donde, bajo el abrigo de
un buen plástico, poder oír e incluso observar la abundante fauna local. No se contentó e
insistió en dejarnos dormir, al menos, bajo el hórreo. Nuestra negativa fue firme, y bajo su decepcionada
mirada nos encaminamos a un bosque de
castaños donde nos acomodamos.
Ya nos disponíamos a comer cuando por el camino oímos el quejoso ronroneo de un tractor que con
dificultad ascendía por el embarrado camino que conducía hasta la lindes de
nuestro campamento. De él descendió el hombre que sin mediar palabra
recogió de la parte trasera una enorme olla llena de un humeante caldo gallego.
–Al menos comer algo caliente- exclamó. Lógicamente no hace falta que explique la sensación, el sabor, la conversación, pues
es sin duda uno de los recuerdos que con más cariño guardo de la hospitalidad
de esta zona, y cualquier intento de definición no haría otra cosa que
empañarlo-.
La madre, gallega emigrada de joven a Ibiza, que hasta ese
momento se limitó a escuchar sin opinar sobre mis parrafadas, esbozó una
sonrisa de satisfacción. -En el pueblo
de mi abuelo queda aún una persona viviendo así- dijo dando veracidad a mi
narración y cercenando cualquier intento de ese padre, proveniente de las islas
del verano, de poner en duda mi historia, pues aún sorprendente para los
habitantes de las tierras del sur, es un caso conocido para los habitantes de
más allá del muro.
Finalmente me despedí
con un guiño del niño. Descendí al aeropuerto de Asturias y cuando salí al
exterior, una brisa fresca me recordó la máxima de cualquier norteño: “ponte una rebequita, que por la noche
refresca”. Me sentí orgulloso de
pertenecer a esa casta de médicos, auxiliares, trabajadores sociales y
profesionales en general, que diariamente nos internamos en el desierto verde,
para que, la escasa población que lo habita, no lo tenga que abandonar y podamos seguir disfrutando de excelentes
caldos gallegos bajo la luna del cielo de los valles de Ancares.
Por cierto... la cabina efectivamente se presuriza...
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